El ingreso en la Alianza Atlántica es, indudablemente,
uno de los objetivos prioritarios de las autoridades ucranias. Coincide esta
meta con la imperiosa necesidad de los estrategas atlantistas de consolidar su
presencia en el vasto territorio europeo situado en los confines de la
Federación Rusa.
Hasta aquí, nada nuevo. La OTAN se pronunció a favor de la integración de los países limítrofes de Rusia – Georgia, Ucrania y Moldova – en el umbral del siglo XXI. Si bien en el caso de Georgia y de Moldova intervienen una serie de factores de índole geoestratégica que obstaculizan la integración de ambos países en la estructura de defensa liderada por Washington, la situación de Ucrania es mucho más ambigua. Cortejadas por la UE y por Norteamérica desde 2004, las autoridades de Kiev recibieron alrededor de 2.000 millones de dólares en concepto de asistencia de seguridad. Sin olvidar la presencia – muy molesta para Moscú - de instructores estadounidenses en el seno del ejército ucranio.
¿Romper definitivamente los lazos con Rusia? Misión imposible en el actual
contexto internacional, aun teniendo en cuenta la anexión de la península de
Crimea en 2014, el fracaso del movimiento de protesta en Bielorrusia o la
guerra hibrida de Nagorno Karabaj, que finalizó en la noche en la que el
Kremlin dijo basta. Cierto es que apenas 24 horas antes los politólogos
barajaban la posibilidad de una intervención militar occidental bajo la bandera
de… la OTAN. Obviamente, a Moscú le desagrada la presencia de extraños en el
patio trasero del Cáucaso. El único invitado tolerado por el Kremlin fue
Turquía, antigua potencia imperial administradora de los territorios turcomanos,
que mantiene excelentes relaciones con la mayoría de las repúblicas ex
soviéticas de Transcaucasia.
Finalizadas las guerras psicológicas de Bielorrusia y el Cáucaso,
las miradas de Occidente volvieron a dirigirse hacia Kiev o, mejor dicho, hacia
las zonas conflictivas de Donetsk y Luhansk e inevitablemente, hacia Crimea.
Aparentemente, algo había cambiado en la zona.
A finales de la pasada semana, algunos medios de comunicación europeos y
transatlánticos se hicieron eco de la presencia de tropas y blindados rusos en
la región fronteriza de Donetsk, levantando sospechas sobre la inminencia de
una intervención militar en la zona. Moscú desmintió los rumores, indicando que
se trataba de unas maniobras notificadas de antemano. Sin embargo, las
autoridades ucranias no tardaron en lanzar señales de alarma, acogidas con inquietud
por Washington.
Pese al mensaje
apaciguador del Kremlin, el presidente de Ucrania, Volodymyr Zelenski, advirtió
sobre el riesgo de desafíos separatistas en la región rusa del país. Acto
seguido, la Administración Biden advirtió a Rusia contra cualquier intento de
intimidar a Ucrania. Estamos muy preocupados por la reciente escalada de
los actos agresivos y provocaciones de Rusia en el este de Ucrania, manifestó
el portavoz del Departamento de Estado, Ned Price, quien añadió:
Rechazamos cualquier acción agresiva destinada a intimidar o amenazar a
nuestro socio, Ucrania.
Por su parte, el titular de Defensa ucranio, Andrei Taran, mantuvo una larga conversación telefónica con su homólogo estadounidense, Lloyd Austin, quien reiteró la disposición de Washington a apoyar a Ucrania en caso de una agresión rusa en el Este del país.
Aparentemente, la nueva
crisis se está gestando. Para que se convierta en enfrentamiento, hará falta
un contrincante. Pero obviamente, Rusia no está por la labor.
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