Turquía, nuevo líder para un mundo diferente, se titulaba el ensayo que me envió hace más de dos décadas un amigo diplomático con el ruego de publicarlo en una revista especializada. Turquía, nuevo líder, Turquía, potencia regional emergente. Nadie imaginaba, en aquel entonces, que el Estado moderno ideado por Mustafá Kemal Atatürk iba a convertirse, en menos de un siglo, en un ejemplo a seguir para el mundo musulmán, en motivo de preocupación para los poderes fácticos de este mundo, en pesadilla para algunos de los vecinos y ex vasallos del extinto Imperio Otomano.
Recapitulemos los hechos: al final de la Primera
Guerra Mundial, dos grandes potencias europeas – Inglaterra y Francia –
pusieron todo su empeño en desmantelar las tambaleantes estructuras del gigante
otomano, aliado durante la contienda del Reich alemán y del Imperio Austrohúngaro,
colosos llamados a su vez a desaparecer tras la paz de Versalles.
Turquía o, mejor dicho, el Imperio Otomano, vio su
suerte sellada por los Tratados de Sèvres y de Lausana, que contemplaban la
desintegración del Imperio, la abolición del sultanato, la creación de zonas de
influencia italianas y francesas en Anatolia, así como el control del paso de los
Estrechos por una comisión internacional. En enero de 1920, antes de la firma
del Tratado de Sèvres, la Asamblea Nacional turca rechazó las condiciones leoninas
dictadas por los occidentales. Sin embargo, su negativa resultó ser un gesto
meramente simbólico. La Cámara quedó disuelta tras la aprobación del llamado Juramento
Nacional, que se convirtió, con el paso del tiempo, en el dogma de las aspiraciones
políticas del actual liderazgo en Ankara.
Curiosamente, los autores del Juramento Nacional
apostaron por el factor tiempo y el tiempo jugó a su favor. En efecto, cien
años después de aquella debacle histórica, Turquía y Rusia, los dos grandes
imperios de Oriente vuelven a recuperar el protagonismo de antaño. El “zar”
Putin y el “sultán” Erdogan actúan en plena sintonía. Ambos se aferran al poder
hasta el punto de alcanzar manifestaciones dictatoriales; ambos aprovechan a
fondo la baza del terrorismo; ambos promueven políticas nacionalistas y
populistas que atraen a sus respectivos seguidores.
Desde la guerra de Georgia, la incursión en el Dombás
y la anexión de Crimea, la Rusia de Putin ha comenzado a desvelar sus
tendencias neoimperialistas.
Turquía aún no ha anexionado territorios. Por ahora,
se limita a reforzar su posición internacional mediante la presencia militar en
Siria y Libia, el despliegue naval en el Mediterráneo oriental y los confines
con Grecia.
Sin embargo, tras la llegada de Erdogan
llegó al poder, los términos Nueva Turquía o Gran Turquía, ansiada por los miembros
de la Asamblea Nacional de 1920, se han vuelto recurrentes en los medios de
comunicación cercanos al poder y, más recientemente, en las intervenciones de algunos
parlamentarios.
Hace apenas unas semanas, el
diputado Metin Kulunk, miembro del Partido Justicia y Desarrollo (AKP) fundado
por Erdogan, abogó en pro del retorno a la Gran Turquía, publicando en
sus cuentas de Twitter un mapa que incluye el sur de Bulgaria, incluida Varna,
el norte de Grecia y las islas del Egeo oriental, Chipre, así como áreas de
Armenia, Georgia, Siria e Irak.
El parlamentario turco se dirigió
a sus vecinos griegos, invitándoles a recordar sus condiciones de vida durante
los cuatro siglos de convivencia con los otomanos. “Pregunta a tus
historiadores; te dirán que vivimos como hermanos”, reza el mensaje de Kulunk
Es obvio que Turquía no podrá
volver – a corto o medio plazo – a las fronteras de la Gran Turquía. Las
posibilidades de materializar el sueño de los nacionalistas turcos son más
probables en algunas áreas de Siria y especialmente en Irak, pero disminuyen
drásticamente cuando se apunta a los Estados europeos miembros de la UE o de la
OTAN.
Ciertamente, el actual liderazgo
turco no cuestiona la posible existencia de tales oportunidades a nivel internacional;
lo que de verdad interesa es saber cuándo surgirán. Por eso, Ankara
concede especial importancia a las relaciones con Rusia y China, estados que
cumplen las dos condiciones deseadas por Turquía: ser potencias globales capaces
de oponerse a los Estados Unidos y a la OTAN y naciones que no disimulan sus reivindicaciones
territoriales, estando dispuestas a recurrir al uso de la fuerza para lograr
sus objetivos.
Subsiste el interrogante: ¿está
dispuesto Erdogan a actuar a nivel político, económico y militar para
crear un clima propicio para alcanzar estos objetivos y actuar con valor y eficacia
cuando la situación internacional lo permita?
De momento, los países limítrofes
del Mar Negro – Bulgaria y Rumania – antiguos vasallos de la Sublime Puerta, apuestan
por la presencia en su suelo de contingentes de la Alianza Atlántica, por los tratados
de defensa firmados con Washington, por un hipotético cambio de rumbo de la
política exterior de Ankara, por unas relaciones más justas (léase
fluidas) con el Kremlin.
En resumidas cuentas, por la
posibilidad de escoger entre los dos vecinos, entre dos males…
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