Donald Trump lo dijo claramente:
la decisión de los antiguos inquilinos de la Casa Blanca de intervenir en
Oriente Medio resultó ser la peor iniciativa de los Estados Unidos. Obviamente,
el avispero meso-oriental dificulta los planes del multimillonario convertido
en político o, mejor dicho, del aspirante a político obsesionado por los
negocios.
A veces, las cosas se tuercen; un
buen ejemplo del fracaso diplomático del clan Trump es el malogrado acuerdo de
paz para Oriente Medio – el Acuerdo del
Siglo – que no convenció a israelíes ni a palestinos, pese al incondicional
apoyo del fiel aliado de Washington en la región: Arabia Saudita. Sin embargo,
los saudíes no están en condiciones de imponer su voluntad a las demás naciones
de la zona: el enfrentamiento con Irán, faro chií del Islam moderno, ha
ensanchado la brecha existente entre las dos grandes corrientes del mahometismo.
Hoy en día, el país de los ayatolás cuenta con numerosos seguidores en el
espacio árabe-musulmán. Es un hecho novedoso, que los islamólogos estadounidenses, véase occidentales, tardarán en
asimilar.
Cuando los actores deciden
modificar el guion de la obra sobre la marcha, el desenlace puede ser dramático.
Esta fue, al parecer, la percepción de muchas Cancillerías occidentales tras el
anuncio de la retirada de las tropas estadounidenses estacionadas en el noreste
de Siria, cuya presencia obstaculizaba el inicio de un operativo bélico de gran
envergadura por parte del Ejército turco, encargado de acabar, de una vez por
todas, con el llamado terrorismo kurdo.
Aparentemente, el operativo
contaba, desde el pasado mes de agosto, con el visto bueno de Donald Trump,
quien avaló la creación de una zona tampón de 480 kilómetros de largo y 30 kilómetros
de ancho entre la frontera turca y el territorio sirio situado al Este del
Éufrates. Un espacio que debía convertirse en el hogar de los refugiados asentados en Turquía.
En la región, controlada hasta
ahora por las milicias kurdo-sirias, se hallaban varias instalaciones militares
estadounidenses. La decisión de Trump de dar por terminada la guerra contra el derrotado Estado Islámico cambió
radicalmente los datos del problema. Los militares norteamericanos abandonaron precipitadamente
sus bases. Lo que siguió en harto conocido.
Recordemos que los kurdos sirios
que integran las Unidades de Protección Popular (YPG) lucharon junto con los norteamericanos
contra los yihadistas del Estado Islámico. Más aún: las milicias de YPG se
encargan de custodiar a los 12.000 combatientes islámicos hechos prisioneros durante
los combates de los últimos 24 meses. Curiosamente, asimilados por las
autoridades de Ankara a los guerrilleros del PKK turco, corren el riesgo de
convertirse en blanco de las tropas que participan en la operación Manantial de Paz.
Ante la sorpresa, la preocupación,
cuando no la ira de los congresistas estadounidenses, el Presidente optó por
corregir el tiro, amenazando a su frívolo aliado Erdogan. Si Turquía decide emprender acciones que superen los límites de lo
permitido, yo con mi gran e inigualable sabiduría, procederé a la destrucción
total de su economía, advirtió el
inquilino de la Casa Blanca.
La respuesta del Presidente turco
fue igual de contundente: Seguiremos
adelante (con la acción militar) pase lo que pase y pese a quien pese. A
los países de la UE les dirigió la siguiente advertencia: Si os atrevéis a criticarme, abriré las fronteras dejando pasar a los
millones de refugiados que custodiamos… Más
claro…
Ante la retirada estratégica de
Norteamérica, que prefiere enviar refuerzos a Arabia Saudita, permanecen en el ensangrentado
tablero sirio actores cuyos intereses son muy a menudo divergentes: la Unión Europea, Irak, Irán y Rusia.
Mientras Irán defiende la
presencia de sus brigadas de muyahidines en la zona – Siria y Líbano – Rusia se
ha convertido en el valedor del régimen de Bashar al Assad. Irak trata por
todos los medios de proteger su frontera; la UE mantiene su habitual postura
ambigua. Pero todos, absolutamente todos, acusan a Norteamérica de… ¡traición!
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