Soplan vientos de locura en el afligido Oriente Medio. La
obsesión, nuestra obsesión, se ha convertido en auténtica pesadilla. El conflicto
israelo-palestino, ese mal llamado “proceso de paz”, sigue sorprendiendo a
quienes pensaban, hace ya décadas, que la crisis había tocado fondo. “Peca
usted por ingenuo; se avecinan tiempos aún peores”, solían decirme, allá por la
década de los 80, mis interlocutores palestinos. “Peca usted por ingenuo; aquí
no puede haber una paz verdadera. No nos fiamos de los árabes, de los
palestinos”. La cantinela se convirtió en mantra; el mantra, en grito de guerra…
Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el
precario equilibrio de la región mezo oriental se ha roto. Lejos quedan los
intentos de su antecesor, Barack Obama, de entablar un dialogo con el Islam, de
intentar un “lavado de cara” de Norteamérica en los países de religión
mahometana; el choque de civilizaciones estaba servido. Trump no se molestó en
seguir los pasos de Obama. Su pseudopolítica exterior se resume al insulto y la
amenaza. El actual Presidente desconoce la mentalidad y la cultura árabes; se
limita a apretar las tuercas de los interlocutores para lograr su meta. En
efecto, después de la controvertida decisión de trasladar la embajada
norteamericana a Jerusalén o la malograda retirada de Washington del acuerdo
nuclear con Irán, el inquilino de la Casa Blanca contempla la posibilidad de
presentar (léase imponer) un acuerdo de paz israelo-palestino. Se trata de una
iniciativa que hace caso omiso de los intereses de una de las partes – la palestina
– pues retoma la argumentación de los “halcones” de Tel Aviv, partidarios de
trasladar el problema e implícitamente, la solución, por muy compleja que esa,
al reino hachemita de Jordania.
En efecto, después de haber cancelado la contribución
estadounidense a la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados
Palestinos (UNRWA), organismo encargado de la protección de 5,4 millones de personas
desplazadas que, según Washington y Tel Aviv debería desaparecer, facilitando
la “solución jurídica” del problema, tal y como lo desea la derecha israelí,
los emisarios de Trump para Oriente Medio, Jared Kushner y Jason Greenblatt, sugirieron
a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) el establecimiento de una…
Confederación jordano-palestina. La propuesta, rechazada tanto por Majmud Abbas
como por el rey Abdalá de Jordania, aleja del escenario a la otra parte en el
conflicto: Israel. No hay que extrañarse: durante décadas, el estribillo de la
derecha israelí fue: “Jordania es Palestina”. El Likud de Ariel Sharon
descartaba las otras opciones: el Estado binacional o la alternativa de los dos
Estados, el israelí y el palestino.
En 1987, durante los primeros días de la “Intifada”, el rey
Hussein de Jordania contestó a las llamadas de emergencia de la clase política israelí
con un tajante: “Jordania no es Palestina”. Para solucionar los problemas de
los pobladores de Cisjordania, había que entablar el diálogo con… ¡la OLP!
Hace unos días, Majmud Abbas puntualizó: para hablar de paz, habría
que contemplar una confederación tripartita, integrada por Israel, Jordania y
Palestina. Algo que Netanyahu y sus “socios” transatlánticos pretenden evitar a
toda costa.
Abbas, que se encuentra al final de su mandato, advierte
otros peligros para el porvenir del aún embrionario Estado palestino. En el ya
de por sí dificultoso proceso de sucesión vuelven a barajarse los nombres de
antiguos agentes de la CIA (¿antiguos?), dispuestos a tomar las riendas de la
Autoridad Nacional. En principio, todo parece estar atado y bien atado. Decididamente, el amigo trasatlántico tiene
muchos recursos.
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