La batalla por la seguridad energética de Occidente ha convertido la región del Mar Negro en uno de los lugres más codiciados del planeta, donde rusos, americanos, europeos y asiáticos se libran una guerra sin cuartel por cada palmo de terreno. No; en este caso concreto, se trata de proteger los yacimientos de oro negro o de gas natural, auténticos tesoros que encierra el subsuelo de los nuevos Estados independientes de Asia Central, sino de hallar la ruta más segura para el transporte de los recursos energéticos hacia la vieja Europa. Hasta ahora, dos gigantescos proyectos enfrentaban a los grandes de este mundo: el South Stream, ideado y patrocinado por la petrolera rusa Gazprom y el consorcio italiano ENI y el Nabucco, oficialmente capitaneado por un consorcio germano-austríaco, que cuenta con el aval de los politólogos y los economistas norteamericanos y… comunitarios. En ambos casos, se trataba de buscar trayectos alternativos, capaces de eludir el territorio de Ucrania, país cuyos enfrentamientos con la Federación rusa provocó espectaculares “conflictos energéticos” que afectaron tanto a los Estados de Europa Oriental (Rumanía, Bulgaria, Polonia), como a los clientes occidentales de Moscú (Austria, Alemania, etc.)
Mientras el proyecto South Stream contempla el transporte de gas natural desde Siberia a Grecia e Italia a través de gasoductos submarinos que cruzan el Mar Negro, su competidor Nabucco apuesta por el traslado de la producción de Asia Central y el Mar Caspio, hacia Europa, atravesando el territorio de Turquía. Esta opción estratégica, avalada por poderosísimos grupos de presión anglosajones, pretende evitar el territorio ruso, garantizando la seguridad de los suministros energéticos de Occidente. Curiosamente, los antiguos miembros del Pacto de Varsovia – Bulgaria, Rumanía, Hungría – optaron por participar en ambos proyectos. El temor a los “duros inviernos” de mediados de la década obliga a los gobernantes de los antiguos paraísos socialistas a apostar por todas y cada una de las opciones existentes.
Pero hay más: a la ya de por sí complejísima batalla entre los grandes de la energía se sumó a finales del verano un tercer protagonista: se trata de la iniciativa AGRI, potenciada por los jefes de Gobierno de Azerbaiyán, Georgia y Rumanía, que prevé la exportación de gas natural azerí hacia Europa a través del puerto rumano de Constanza. Un proyecto muy ambicioso, que contempla el transporte del gas hacia la región costera de Rumanía –Estado miembro de la UE- donde se instalarían modernísimas refinerías. El coste de este ejercicio ascendería a unos 5.000 millones de dólares, cantidad prohibitiva para los actuales promotores de la iniciativa. Los analistas estadounidenses señalan, por su parte, que se trata más bien de un proyecto político, que carece, hoy por hoy, de viabilidad económica. De hecho, las autoridades de Ankara no tardaron en manifestar su rechazo frontal a la iniciativa azerí.
Ni que decir tiene que la multiplicación de las llamadas opciones geoestratégicas perjudica seriamente los intereses de las potencias hegemónicas del Mar Negro: Turquía y Rusia, relegadas en un segundo plano por los nuevos duendes encargados de velar por la seguridad energética de Occidente.
“Eso se parece cada vez más a una película del Oeste”, confesaba recientemente un veterano diplomático centroeuropeo, fundador de una de las mayores empresas de consultoría que se disputa los favores de los gobernantes de la región. “Sólo faltaría que los iraníes traten de sumarse a este disonante concierto”, añade. Lo cierto es que los emisarios de Teherán están llevando a cabo discretísimas consultas con las autoridades alemanas. Tampoco hay que extrañarse: la “relación especial” entre persas y germanos se remonta a las primeras décadas del siglo XX.
Ante el desconcierto general, los ayatolás han decidido jugar la baza de “a mares revueltos...”.
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