En las últimas semanas, los medios de comunicación de
lo que antaño se llamaba El mundo libre y hoy, Las democracias
occidentales, nos han acostumbrado con la muy socorrida y engañosa expresión
La guerra de Putin. Se aplica este neologismo al conflicto de Ucrania,
el espectacular aumento del coste de los alimentos, hidrocarburos, fluido
eléctrico, impuestos, restricciones de consumo, limitación de medidas
sanitarias y un sinfín de etcéteras, debidas, qué duda cabe, a la consabida perversidad
del inquilino del Kremlin.
La casi totalidad de los políticos occidentales
recurren a la coletilla de Putin para exculparse de todos y cada uno de los
errores cometidos en los últimos tiempos: el aumento de los impuestos, del
precio de la gasolina, las deficiencias del sistema sanitario,
desabastecimiento… Todo se debe a la satánica actuación de Putin.
Frente a ello, nuestro objetivo consiste en ganar la
guerra de Ucrania o, como lo formuló recientemente un alma cándida, Ursula von
der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, arrasar el tejido industrial de Rusia. Nada
que ver, al menos aparentemente, con la defensa de los valores democráticos de
Occidente. O tal vez… ¿sí?
La guerra de Putin o, como la llaman algunos
politólogos, la guerra contra Putin, no evoluciona como lo habían
previsto los aliados de Kiev. El blitzkrieg, la guerra relámpago ansiada
por algunos podría degenerar en un conflicto de larga duración, con incierto
desenlace. Las supuestamente eficaces sanciones impuestas a Rusia podrían
convertirse – se están convirtiendo, de hecho, en un arma de doble filo. Moscú
ha encontrado la manera de esquivar los golpes adoptando contramedidas susceptibles
de contrarrestar sus efectos.
El sistema bancario ruso, afectado por las
prohibiciones de Occidente, vuelve a funcionar a través de los institutos de
crédito de China y Singapur; el comercio internacional, redireccionado hacia
las redes de los Estados miembros de BRICS, parece haber levantado cabeza; los
suministros de gas natural y petróleo cuentan con nuevos y voraces clientes en
los países asiáticos y africanos. Rusia no está improvisando; hace años que se
habían creado las redes de distribución alternativas. El efecto boomerang de
las sanciones afectan ante todo a los miembros de la Unión Europea,
acostumbrados a las importaciones de energía barata procedente de la antigua
Unión Soviética.
Al gas natural y al petróleo
se han ido sumando los cereales, piensos, fertilizantes o aceites de cocina,
producidos tanto en Rusia como en Ucrania. Como consecuencia inmediata, el número
de habitantes de nuestro planeta afectado por la llamada inseguridad
alimentaria pasó de 135 a 276 millones de personas. Aparentemente, se trata
sólo de un comienzo. A la gigantesca emergencia alimentaria denunciada por el exgobernador
del Banco Central Europeo, Mario Draghi, debería añadirse una oleada de
desabastecimiento generalizado, provocada por los numerosos fallos de la cadena
de transporte marítimo o la escasez de materias primas utilizadas para la
producción de microchips, etc.
Desde el inicio de la guerra, el
precio del trigo ha experimentado un aumento de 44 por ciento; el precio
de los productos alimentarios, un 33 por ciento, el de los fertilizantes, un 50
por ciento, y el del aceite de girasol, un 66 por ciento. Los datos,
facilitados por la FAO, suelen revisarse semanalmente.
Una desgracia nunca llega sola. En
este caso concreto, parece que nos hallamos ante una extensa cadena de
catástrofes programadas. ¿Pura casualidad?
La guerra,
esta guerra a la que aludíamos antes, nos depara nuevas y desagradables
sorpresas. Veamos. Para garantizar las exportaciones de cereales ucranios y
evitar una hambruna de alcance global, el otrora imperial Reino Unido prepara
una operación naval de gran envergadura en el Mar Negro destinada a romper el
bloqueo ruso del puerto de Odesa, donde se concentran las exportaciones de
grano del régimen de Kiev. El rotativo londinense The Times señala que
la suerte de alrededor de 400 millones de personas depende de la llegada de estos
suministros. Ucrania es, en efecto, el cuarto exportador mundial de maíz y el quinto de
trigo. Pero sus puertos están bloqueados por la marina de guerra rusa… Tampoco
hay que extrañarse; las exportaciones de cereales rusas están sometidas al
embargo de Occidente.
Aquí es donde entra en juego la
Marina de su Graciosa Majestad británica, que pretende desbloquear, con ayuda
de una coalición internacional, las aguas del Mar Negro, facilitando la salida de
los cereales ucranios. Una misión que recuerda, extrañamente, la guerra de
Crimea, en la que los imperios occidentales se enfrentaron al imperio de
los zares. Rusia perdió la guerra; Inglaterra y Francia se repartieron los
territorios del decadente Imperio otomano. Un éxito que desembocó en un siglo
de inestabilidad en Oriente Medio. Poco importa: esta vez, la coalición naval
sería integrada por buques de guerra de otras nacionalidades. Tratando de
resucitar las horas de gloria de su Navy, los ingleses piensan controlar
el Mar Negro para rescatar a sus aliados, neutralizar los movimientos de la
Marina de Guerra rusa e impedir el transporte de los cereales rusos, sometidos
ellos al embargo de Occidente.
Cierto es que el Kremlin ofreció
un trato; solicitó a cambio el levantamiento de las sanciones, pero tropezó con
la rotunda negativa de las potencias de la OTAN.
En resumidas cuentas: si el
proyecto británico prospera, una infinitésima parte de las exportaciones de
cereales almacenadas en los puertos del Mar Negro llegará a su destino. El
resto, la mayoría, se pudrirá en los silos de Putin.
Recapitulemos: a la guerra de Putin se suma la hambruna de Putin, el trigo de los silos de Putin. No sabemos si las víctimas de la anunciada catástrofe alimentaria mundial serán…
Gracias, Adrián. La comprensión de la situación actual, en su conjunto, no sería posible sin tomar en consideración tus palabras. Gracias por hablar a quienes quieran escuchar. Saludos
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