Hace un par de años, cuando Barack Hussein Obama asumió el cargo de Presidente de los Estados Unidos, decidió incluir en su lista de prioridades políticas la solución del conflicto de Oriente Medio. Una tarea sumamente difícil, si nos remitimos a los fracasos de otros estadistas norteamericanos que trataron, con la mayor buena fe o la máxima firmeza, acabar con el complejo conglomerado de problemas políticos, religiosos, étnicos o territoriales que oponen desde hace casi un siglo a las dos comunidades de pobladores de Palestina-Israel-Tierra Santa.
Los roces entre árabes y judíos se registraron ya en la segunda década del siglo pasado, cuando los oligarcas palestinos detectaron los primeros síntomas de colonización de las tierras administradas durante siglos por el sultán de Constantinopla. Curiosamente, la cohabitación forzosa, impuesta por los emisarios de la Sublime Puerta, dejó paso a una política de odio racial, fomentada por los funcionarios del servicio exterior británico encargados de administrar Palestina tras la caída y el desmembramiento del Imperio Otomano. Los ingleses se guiaban por la vieja máxima divide y reinarás. El final del mandato de Londres coincidió con el estallido de la primera guerra israelo-árabe, con el inicio de un conflicto armado que las grandes potencias de la postguerra fueron incapaces de gestionar. En efecto, hasta finales de la década de los 80, americanos y soviéticos compitieron en la búsqueda de “soluciones viables” susceptibles de poner punto final al conflicto intercomunitario. Sin embargo, los contrincantes – israelíes, árabes y palestinos – optaron por rechazar sistemáticamente sus propuestas. Todas o casi todas: los Acuerdos sellados en Camp David en 1978 y la Declaración de Principios de 1993, negociada discretamente en Oslo, parecían abrir la vía al diálogo entre hebreos y musulmanes.
Sin embargo, la invasión del Líbano (1982) y la llegada al poder de la derecha israelí (1997) tras el asesinato de Itzak Rabin, lograron acabar con las falsas esperanzas. Durante décadas, los palestinos recordaron las matanzas perpetradas en los campamentos beirutíes de Sabra y Shatila por las milicias cristianas libanesas con el beneplácito del entonces Ministro de Defensa israelí, Ariel Sharon, o la sensación de estrangulamiento impuesta por el establishment de Tel Aviv a los habitantes de Gaza y Cisjordania en la década de los 90.
Hay quien dice que Yasser Arafat cometió un grave error político al no proclamar la independencia de Palestina en 1999 ó 2000. Aparentemente, el raís estaba empeñado en buscar un… consenso.
Lo que sucedió después es harto conocido. Los sucesivos Gobiernos israelíes – tanto laboristas como conservadores – idearon un sinfín de maniobras dilatorias, basándose en la supuesta “irrelevancia” o “insolvencia” de los políticos palestinos. Durante los largos paréntesis de silencio, los gobernantes judíos aceleraron la colonización de los territorios ocupados, tratando de imponer a la comunidad internacional la política de los hechos consumados.
La reciente decisión del Gabinete Netanyahu de poner fin a la moratoria en la construcción de asentamientos provocó un fuerte malestar en la Casa Blanca. Para el 44º Presidente de los Estados Unidos, ello presupone una derrota personal. Washington recurrió, pues, por la estrategia de los parches diplomáticos con tal de no perder la cara. A cambio de una nueva moratoria de 90 días, la Secretaria de Estado Hilary Clinton se comprometió a regalar a los israelíes una veintena de aviones F-35, vetar toda resolución de las Naciones Unidas que avale el derecho de los palestinos a proclamar la independencia y permitir la colonización a pasos agigantados de Cisjordania si, al cabo de los tres meses de tregua, no se llega a acuerdos con los negociadores palestinos. Un precio éste demasiado elevado, que ningún Presidente estadounidense se habría comprometido a pagar.
Alguien me preguntó el otro día si, a mi juicio, israelíes y palestinos serían capaces de aprovechar estos 90 días para… hacer las paces. ¿Una proeza? ¿Un milagro? Tuve que recordarle a mi interlocutor que el conflicto étnico-territorial-religioso se remonta a las guerras entre hebreos y filisteos, a la “conquista” de la Tierra de Canaán por las tribus de Israel. Dicho esto, estimo que los comentarios sobran. Por superfluos…
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