Estamos en guerra. Una guerra sin
vencedores ni vencidos; una guerra que ninguno de los bandos tiene intención de
perder. Sí, se trata de un conflicto mundial, de un enfrentamiento entre dos
potencias - la OTAN y Rusia – que tiene por escenario un terreno supuestamente
neutral y se libra a través de ucranios interpuestos.
Perspectivas para la solución del conflicto: Lucharemos
hasta el último ucranio, asevera Volódimir Zelensky, el cómico/presidente
del país de los cosacos. Es una inversión que nos permitirá neutralizar a
las fuerzas armadas de Rusia durante la próxima década, afirman formalmente
los pragmáticos estrategas del Pentágono. Es un operativo de desnazificación
del país vecino, aseguran los dueños del Kremlin. En realidad, todos los protagonistas
tienen razón; cada cual, a su manera, y todos se equivocan. Y ello, por la sencilla
razón de que nos hallamos ante una contienda inusual, llamada a modificar la obsoleta
estructura de las relaciones internacionales vigentes desde el final de la
Segunda Guerra Mundial.
¿Una sorpresa? ¿Un mero accidente histórico? No, en
absoluto; el choque se ha gestado durante décadas en las salas de operaciones
de los Estados Mayores de distintos ejércitos, en las academias militares y los
oscuros círculos de poder de las potencias nucleares. Finalmente, los duendes
del dios Marte llegaron a la conclusión de que no sería aconsejable apostar por
una confrontación directa, demasiado arriesgada para los súbditos de ambos imperios.
Sin embargo, cabía contemplarse la opción de crear campos de combate/ensayo
en países terceros. Y los generales apostaron por… ¡Ucrania!
Al evitar el conflicto directo entre potencias
nucleares, Occidente se guardaba la baza de poder manipular a su guisa la
información relativa al conflicto. Las campañas de desinformación, mejor dicho.
Los centros neurálgicos de la propaganda, ubicados en los Estados Unidos y las
islas británicas, orquestan ofensiva a nivel global, coordinan los mensajes e
imponen una terminología común. El resto, la lectura e interpretación de la
partitura, incumbe a los políticos y los organismos regionales que, con mayor o
menor éxito, procuran trasladar el mensaje a la ciudadanía. Se trata de
mensajes sencillos, muy parecidos a los empleados por ambos bandos durante la
Guerra Fría. El enemigo es siempre el otro, el rival, el malo.
Unos luchan para defender la democracia; otros, para ganarse su lugar
en el paraíso. Ambos tratan de convencernos que su guerra es justa. Ambos
tratan de ocultar los verdaderos motivos que les impulsan a librar esta
batalla.
Trato de hacer memoria: Oradour-sur-Glane, Lidice, Sabra
y Chatila, My Laï, Belgrado… La lista es muy larga. ¿Morir por la democracia? No,
decididamente; las victimas poco tenían que ver con los cacareados ideales de
la Civilización, de nuestras distintas y ¡ay! convergentes civilizaciones.
Pero, ¡recordad! Estamos en guerra.
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