La suerte está echada: el
presidente galo, Emmanuel Macron, ha decidido echarse al ruedo en la disputa
geoestratégico- económica entre los dos “malos vecinos” del Mediterráneo
oriental – Turquía y Grecia – vieja herida mal curada, empañada de sangre,
dolor, lagrimas y algún regusto de… intereses neocolonialistas. La clave del
asunto estriba en una palabra: Chipre. La Isla de Afrodita que alberga, desde
hace siglos, a dos etnias: la turca y la griega. Las dos comunidades no se llevaban
mal en la época de Imperio Otomano. Los roces surgieron después, cuando las
potencias europeas – Inglaterra y Francia - optaron por dividirse los
territorios del antiguo imperio y adueñarse de las islas del Mar Mediterráneo.
Los británicos ocuparon Chipre y
Malta, emplazamientos estratégicos para la flotilla de su Graciosa Majestad. Con
el paso del tiempo, las islas se convirtieron también en bases aéreas de la RAF
y, en el ocaso de la colonización británica, en emplazamiento de misiles
estratégicos desplegados por otra gran potencia rival: la Unión Soviética.
El “golpe de palacio” de Nicosia –
la defenestración del arzobispo Makarios por el pistolero Nikos Sampson,
caballo de Troya de los coroneles griegos – neutralizó los planes del Kremlin.
Sin embargo, la invasión por el ejército turco abrió una nueva brecha: la isla
quedó dividida en dos partes. El sector griego, apoyado por Arenas, acabará
convirtiéndose en miembro de pleno derecho de la Unión Europea. El territorio
ocupado por Turquía, que representa un tercio del territorio chipriota, se tornará
en la República Turca del Norte de Chipre, país fantasma administrado por la plana
mayor del ejército de Ankara, no reconocido por la comunidad internacional.
Durante las últimas cuatro
décadas, los “malos vecinos” – Atenas y Ankara – trataron por todos los medios
de mantener viva la llama del conflicto. Los múltiples intentos de establecer
nuevas normas de conducta intercomunitarias tropezaron con la intransigencia de
ambas partes. ¿Cuestiones internas? No, en absoluto; Se trata, ante todo, del
deseo de Atenas de perpetuar el conflicto étnico, así como de la voluntad de los
militares turcos de conservar su inapreciable feudo. De hecho, las transacciones
económicas y financieras del norte de Chipre no pasan el escrutinio de las
autoridades de Ankara.
Pero las cosas se complican
nuevamente cuando los Gobiernos de Atenas y Nicosia deciden, junto a socios
comunitarios de primerísima fila a esbozar ambiciosos proyectos de explotación de
los recursos energéticos. ¿Petróleo? ¿Gas natural? Poco importa. Egipto explota
yacimientos de gas situados en el Mediterráneo; el mercado gasístico regional empieza
a estructurarse.
Obviamente, Turquía no quiere
desaprovechar esta oportunidad. Además de los navíos de prospección geológica construidos
en los astilleros occidentales, Ankara cuenta con la tecnología idónea para
participar en esta moderna “fiebre del petróleo” ideada por los europeos,
aunque impulsada por un viejo e incansable competidor del Viejo Continente: los
Estados Unidos. En efecto, el presidente Obama fue uno de los artífices de la política
de “independencia energética” de Europa, sofocada – según él – por el vasallaje
impuesto por el suministro de gas natural ruso. Obama sugirió la importación de
gas licuado procedente del Golfo Pérsico. Un ejercicio éste sumamente oneroso
para los europeos. Otra opción, menos estrambótica, sería pues la explotación
de las reservas energéticas de la región. La “Iniciativa de los tres mares”, presentada
por Trump tras la cumbre de la OTAN celebrada en Varsovia en 2016, contempla la
explotación de los recursos energéticos del Báltico, el Adriático y el Mar
Negro, cuyos subsuelos encierran sustanciosos yacimientos de gas y de petróleo.
El operativo se pone em marcha sigilosamente.
El sinfín de lobbies energéticos creados por los europeos procuran no aparecer
en los titulares de los grades medios de comunicación económicos europeos. Sin
embargo, su presencia puede desembocar, como en el caso de Chipre, en conflictos
entre naciones ribereñas o… “malos vecinos”. Así pues, el empuje del binomio Atenas –
Nicosia suscitó la ira de Ankara. Para Turquía, los proyectos de sus “malos
vecinos” interfieren con la Zona de Exclusión Económica reivindicada por
Ankara. Ficticia o real, la amenaza justifica, pues, unas medidas de retorsión.
Para un presidente Erdogan, crecido por los últimos acontecimientos y deseoso
de imponer la impronta del nuevo otomanismo, ha llegado el momento de pasar al
ataque…
La presencia del barco turco de prospección
geológica Oruk Reis, acompañado por fragatas de la marina de su país en el
perímetro/feudo de las empresas helenas provoca pánico en las dependencias
gubernamentales de Atenas. Los griegos denuncian al “agresor”. Berlín trata de ofrecer,
por enésima vez, sus… buenos oficios.
París, que tuvo que enfrentarse a
los barcos de guerra turcos en las costas de Libia, donde ambos aliados de la
OTAN defendían los intereses de bandos libios antagónicos, optó por levantar la
voz. ¿Quiénes son esos turcos que nos
amenazan? inquirieron los asesores de Emmanuel Macron. Probablemente, los
mismos turcos a los que el antecesor del rey Sol galo, Valery Giscard d’Estaing,
informó que no había cabida para Turquía, por razones… culturales, en el seno
de la familia cristiana de Bruselas. Pero Macron prefiere hacer caso omiso de
esta ofensa; alude, pues, a la Turquía que tiene un acuerdo de libre cambio
comercial con la UE – primer paso y, hasta la fecha, el último, de un proceso
de integración económica que no se ha materializado – o de la Turquía que,
siempre según él, ha adoptado en los últimos años una postura que “no
es la estrategia de un aliado de la OTAN”. Acto seguido, Ankara anuncia la
celebración de maniobras militares y navales al Noreste de Chipre, recordando al
Eliseo que la presencia de aviones de combate franceses en los campos de aviación
chipriotas constituye una violación del Acuerdo de 1960 sobre soberanía de la
isla.
De todos modos,
cabe suponer que Marcon no declarará la guerra a Turquía y que las autoridades
de Ankara seguirán ampliando sus conquistas en el Mediterráneo y… otros mares.
A finales de la
pasada semana, el presidente Erdogan anunció el descubrimiento de un importante
yacimiento de gas natural en el Mar Negro, que su país empezará a explotar a
partir de 2023. Se trata de una bolsa subterránea que contiene alrededor de
320.000 millones de metros cúbicos, una cantidad relativamente modesta,
comparada con las reservas – diez veces superiores – existentes en la
plataforma continental rumana. ¿Otro competidor para Ankara? Desgraciadamente,
no. La producción y explotación del yacimiento rumano han sido cedidas a las compañías
gasísticas nacionales de Austria y de Hungría por jerarcas bucarestinos poco
interesados en defender los intereses nacionales de su país. El escándalo,
simple tormenta en un vaso de agua, se acabó sin hacer olas. Los rumanos denunciaron,
en su momento, la desforestación de sus montañas, la tala salvaje de los árboles
por empresas madereras austriacas. Pero todo quedó en agua de borrajas. Los cipayos
de don Dinero se encargaron de acallar las protestas.
Erdogan no desea
que los recursos energéticos de Turquía corran la misma suerte. Durante
décadas, el país se limitó a ser simple lugar de paso para los suministros
energéticos del Mar Caspio. Tres gasoductos clave - Bakú-Supsa,
Bakú-Tbilisi-Ceyhan y Bakú-Tbilisi-Erzurum – administrados por compañías
occidentales, transitan por Georgia antes de llegar a los confines con Turquía.
Por su parte, el TurkStream, que suministra gas natural ruso a los países de la
UE, atraviesa el territorio de Armenia, alidada incondicional de los rusos
desde la época de los zares. Su construcción provocó una serie de escaramuzas
fronterizas con Azerbaiyán, país que cuenta con el apoyo de Ankara y Teherán.
Para Erdogan, la respuesta
es obvia. Turquía no debe limitarse a ser un simple lugar de transito; el país
debe convertirse en productor y consumidor final de energía. Cueste a quien cueste,
empezando por los “malos vecinos”, sus aliados galos y los duendes de los
nuevos mercados energéticos.
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