En noviembre de 2002,
cuando el Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), agrupación política
de corte religioso, se alzó con la victoria en las elecciones generales
celebradas en Turquía tras un largo período de inestabilidad institucional, el
entonces Presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, envió a los
gobernantes del Viejo Continente un
contundente mensaje: Míster Erdogan en un
islamista moderado; hay que agilizar el ingreso de Turquía en la Unión Europea.
Pero las altas instancias comunitarias prefirieron hacer oídos sordos. La
adhesión de la República Turca al club de Bruselas es un tema que suele quedar
relegado a las… calendas griegas.
El país otomano es, por
su ubicación geográfica, uno de los pilares de la Alianza Atlántica. Turquía pertenece
también al Consejo de Europa, respetable organismo que acoge en su seno a
naciones que cuentan con sistemas legislativos democráticos. Sin embargo, las
autoridades de Ankara no lograron pasar en umbral de la sacrosanta Comisión de
la UE. Aparentemente, Turquía tiene en la Babel comunitaria dos archienemigos:
Grecia y Chipre, miembros de pleno derecho de la Unión, que boicotean
sistemáticamente cualquier intento de acercamiento. Pero hay más: las dos locomotoras de la economía europea,
Alemania y Francia, parecen poco propensas a abrir las puertas del selecto club a un país musulmán, cuya tasa de
crecimiento demográfico supera con creces a la media europea. El ancestral miedo al turco, generado durante la
conquista otomana de Occidente en los siglos XV y XVII, aún perdura. Los pobladores
del Viejo Continente y, ante todo, su clase política no parecen haber asimilado
la filosofía de Mustafá Kemal Atatürk, quien sentó, hace ya nueve décadas, las
bases de un Estado moderno y laico.
Ficticio o real, el
miedo de los occidentales se alimenta actualmente de los arrebatos del Primer
Ministro Erdogan, del recién estrenado sectarismo, de la tentación autoritaria.
Durante los doce años de gobierno, el AKP ha conseguido adueñarse de las
estructuras clave del Estado – justicia, educación, seguridad – modificar la
Constitución y eliminar algunas normativas legales que garantizaban el carácter
laico del país. Los cambios institucionales pasaron casi inadvertidos. Con la salvedad de la punga entre el Gobierno
y el estamento castrense, valedor de la laicidad, y el debate sobre la
reintroducción del pañuelo islámico en los lugares públicos, símbolo de la
derrota del kemalismo.
En las elecciones
municipales celebradas la pasada semana, los turcos descubrieron los nuevos
retos del islamista moderado de
George W. Bush. Cansado de las molestas filtraciones sobre escándalos de
corrupción que salpican a la plana mayor del AKP e incluso a algunos miembros
de su familia, el Primer Ministro Erdogan optó por censurar los contenidos de
Internet y prohibir Twitter y YouTube, redes sociales presuntamente implicadas
en campañas desestabilizadoras. El
Tribunal Supremo desautorizó a Erdogan, alegando que el cierre de las redes
equivale a un ataque contra la libertad de expresión.
Detrás del aspecto
meramente anecdótico de la ofensiva contra Twitter se hallan indicios de una
guerra sin cuartel entre el jefe del Gobierno y el clérigo sunita Fetullah
Güllen, un antiguó aliado de Erdogan, que dirige desde la sombra un auténtico
imperio que comprende colegios religiosos, organizaciones patronales, ONG, etc.
Además, Güllen tiene un sinfín de contactos subversivos
o por lo menos sospechosos con
funcionarios públicos: jueces, policías, inspectores de Hacienda. Sin olvidar a
las legiones de políticos y periodistas afiliados
a Hizmet, su red.
En los últimos años, el
Gobierno procedió a la destitución de 6.000 agentes de policía y centenares de
magistrados, supuestamente relacionados con el Hizmet, que algunos politólogos no dudan en calificar de Estado dentro del Estado. Lo cierto es
que la ruptura ente Erdogan y Güllen hizo temblar los cimientos del edificio
islamista turco. Hay quien afirma que Güllen, multimillonario que logró
expandir su imperio a 160 países, es un gran defensor de la transparencia y,
por consiguiente, enemigo de la corrupción. Pero cabe preguntarse si esos
argumentos no ocultan diferencias más profundas.
Por último, queda el
caso Ergenekon, esa extraña conjura de oficiales y periodistas kemalistas (léase
laicos), acusados de preparar un golpe de Estado y encarcelados desde 2007.
Aun así, la gestión del
Primer Ministro Erdogan cuenta con el
apoyo del 45 por ciento de la población. Turquía: luces y sombras.
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