jueves, 30 de junio de 2022

La ensoñación del Poseidón yanqui

 

Los neo-NATOs, países del este europeo recién admitidos en la Alianza Atlántica - nada que ver con las corrientes demográficas – suelen tildar a Rusia de Imperio del Mal.

Cabe suponer que China, reconocida como principal amenaza venidera de los adalides del Mundo Libre y sus acólitos, llevará – llegado el momento -el nombre de Imperio del Mal Supremo

Según el actual inquilino de la Casa Blanca, mientras Rusia es el enemigo que hay que derrotar, aplastar y dejar de rodillas, China es el mal sistémico que habrá que corregir. En realidad, ambas definiciones designan al nuevo enemigo de Occidente; al oponente que se había esfumado a comienzos de la década de los 90 del pasado siglo, tras la desintegración de la Unión Soviética y la desaparición del llamado campo socialista. Pero, ¡ay, error de cálculo! Los estrategas occidentales no habían contado con la supervivencia de la eterna Madre Rusia, con el carácter obstinado y rebelde de su pueblo, los pueblos eslavos asentados en esa extensa región. No, el mundo no se conquista con la civilización de la Coca Cola y la hamburguesa, como vaticinaba en su momento Condoleezza Rice, la flamante Secretaria de Estado de George Bush Jr. No; la felicidad de los rusos, de los pueblos indoeuropeos en general, no depende sola y únicamente de la prosperidad económica. El factor cultural, histórico y religioso es primordial para el desarrollo armónico de esas poblaciones. La Coca Cola no ha podido ocupar el espacio de lo sagrado; la hamburguesa no ha encajado en el Russian way of life (modo de vida ruso). Es cierto; lo extraño, lo desconocido, suele ejercer cierta atracción, pero los rusos creen en Dios, en la Madre Patria, en el padrecito zar, o pope, o secretario general del Partido (comunista) o Presidente de la nación. Dios, Stalin, Gorbachov, Putin: la deidad de turno. Las guerras patrióticas de la Madre Rusia suelen contar con más apoyo que los emblemáticos equipos de futbol occidentales. La noción de Patria es, sigue siendo, sagrada.

No vamos a analizar aquí los argumentos y contraargumentos de las partes involucradas en el conflicto de Ucrania; lo haremos próximamente, tras la publicación del nuevo concepto estratégico de la Alianza Atlántica, que se esboza esos días en Madrid. Aquí es donde se ha llegado a la conclusión de que Rusia y China, los dos colosos que no quieren someterse a los ukases de Occidente (léase Estados Unidos) son… nuestros enemigos.

La Federación Rusa, este país cercado por tropas de la Alianza Atlántica, pasó de ser aliado de la OTAN (¡nunca lo fue, Sr. Stoltenberg!) a desempeñar el papel de enemigo. Un desenlace lógico, teniendo en cuenta que el santo y seña de la Conferencia de Helsinki era desarmar a Rusia. Se trataba, en aquel entonces, del desarme ideológico. Pero el operativo fracasó. La consecuencia de este desacierto lo pagan los justos, no los pecadores. De hecho: ¿quiénes son los pecadores? Aún queda por ver…

En la cumbre de la OTAN celebrada en Madrid, se nos desveló un secreto: al oso ruso, archienemigo de la civilización occidental, se suma el panda chino, simpático animalillo que se ha convertido en la pesadilla de la clase política del Primer Mundo. En nuevo peligro surge del Este: el brazo largo de China, el poderío militar de Pekín, preocupa sobremanera a las Cancillerías pro occidentales. Un ejemplo: durante el llamado Foro de Seguridad del Diálogo de Shangri-La, el ministro de Defensa de Camboya, Tea Banh, trató de convencer a los participantes, diplomáticos y militares asiáticos y occidentales, de que China no está construyendo una base militar en su país. Aparentemente, alguien pretendió acreditar la tesis de que el Ejército Popular de Liberación chino trata de crear una red global de centros estratégicos navales.  

Nosotros no tenemos ni queremos disponer de una red de bases militares parecida a las de Estados Unidos, que cuenta con más de 200 instalaciones en el mundo, aseguran las autoridades de Pekín. Nos interesa, eso sí, tener instalaciones portuarias capaces de albergar y dar servicio a los buques de la marina mercante y militar china.

Por su parte, Derek Chollet, alto cargo del Departamento de Estado de EE. UU., manifestó que Washington estaba persuadido de que China estaba construyendo una base en Ream (Camboya) en el Golfo de Tailandia. Hay indicios de que se trata de una instalación exclusivamente militar, dijo Chollet.  

En marzo, los medios de comunicación de la región se hicieron eco de la existencia de un acuerdo estratégico entre China y las Islas Salomón, que podría allanar el camino para que Pekín construya una base en este archipiélago. El año pasado, la Administración estadounidense sospechó que Pekín había inaugurado una instalación secreta en los Emiratos Árabes Unidos y podría tener planes similares en Guinea Ecuatorial.

Mientras Pekín rechaza las acusaciones relativas a la existencia de planes estratégicos, su ejército se dedica a construir una red de baluartes estratégicos a lo largo de las principales rutas comerciales marítimas para proteger los crecientes intereses chinos.  

Según un informe redactado por Isaac Kardon, profesor en la Escuela de Marina Militar de los Estados Unidos, las empresas públicas chinas poseen u operan al menos una terminal en 96 puertos en 53 países. Esta red de infraestructura portuaria podría convertirse en la columna vertebral de las operaciones del ejército en alta mar.

Nuestro modelo está orientado al desarrollo. Incumbe a nuestro ejército proteger este desarrollo en el extranjero, y también cosechar los frutos de ese desarrollo, señala un politólogo chino.

Los argumentos de las autoridades de Pekín no convencen a los Estados Unidos y sus socios en la región: Reino Unido, Japón, Australia y Nueva Zelanda, que tratan de frenar la influencia china en el Indo-Pacífico.

Los cinco países, que integran el recién creado proyecto Socios en el Pacífico Azul han publicado una declaración en la que se comprometen a buscar métodos eficaces para hacer frente a la creciente presión sobre el orden internacional libre y abierto basado en normas. El orden y las normas fijadas por el patrocinador de la iniciativa: los Estados Unidos.

Detalle interesante: los Socios en el Pacifico Azul fueron invitados a participar en la cumbre de la OTAN celebrada en Madrid. Y no se trata de una mera casualidad. De hecho, la declaración conjunta señala la intención de la Casa Blanca de invitar a los ministros de asuntos exteriores de la agrupación a Washington para una evaluación de los avances obtenidos este año.  

Qué duda cabe de que resultará más difícil corregir el mal sistémico chino que aislar a Rusia, atentando contra su economía. Y más peligroso, sin duda, contemplar una confrontación bélica con el gigante asiático; una confrontación que podría desembocar en una debacle nuclear.

En realidad, en el caso concreto de China, Washington teme que el fulgurante avance tecnológico del coloso asiático podría acabar relegando a un segundo plano la economía ¡y tecnología! estadounidenses. En este caso, los comentarios sobran. 

martes, 14 de junio de 2022

El tío Joe y su nuevo desorden mundial

 

Más de un año tardaron los sherpas de la Casa Blanca y sus colegas del Departamento de Estado en ultimar los detalles del primer viaje presidencial a Oriente Medio. Un proyecto difícil, cuya materialización sufrió un considerable retraso debido al conflicto de Ucrania y sus efectos colaterales: el encarecimiento del precio de los crudos y el caótico estado del transporte marítimo, que afecta el suministro global de mercancías.

Por si fuera poco, las directrices provenientes del Despacho Oval eran muy claras: El presidente quiere que el viaje sea recordado como la culminación de la misión pacificadora de la Administración, enfocada en lograr resultados (positivos) para el pueblo norteamericano. Así de claro, pero…      

La visita de Joe Biden a Oriente Medio tendrá lugar del 13 al 16 de julio e incluirá escalas en Israel, los territorios palestinos y Arabia Saudita. Y no será forzosamente, un camino de rosas. La nueva fisionomía de la región, ideada por la Administración Trump, poco tiene que ver con el compungido Oriente Medio, atentico quebradero de cabeza para los diplomáticos estadounidenses. Los Acuerdos de Abraham, negociados por el equipo de Donald Trump, fueron aceptados – a veces, a regañadientes – por los Estados del Golfo, poco propensos a sellar las paces con Israel a cambio de nada. Pero el multimillonario neoyorquino reconvertido a político supo cuantificar el esfuerzo o sacrificio de cada uno de los actores. Con su mentalidad de hombre de negocios, Trump recurrió a la fórmula mágica: I buy! (compro). Fuera quedaron de este trato los principales interesados: los palestinos, quienes no tuvieron voz ni voto en el regateo de Washington con las capitales árabes y Tel Aviv. Alguien dijo en su momento que los Acuerdos Abraham eran una especie de contrato de compraventa aderezado con salsa diplomática. Por muy extraño que ello parezca, el engendro funciona.

Los asesores de Biden sugirieron al Gobierno israelí la convocatoria de una cumbre con los dirigentes palestinos, destinada a relanzar el moribundo proceso de paz interrumpido durante el mandato de Trump. Pero tanto el primer ministro israelí, Naftali Bennett, como el presidente de la ANP, Majmúd Abbas, descartaron la propuesta; ambos estiman que no se dan las condiciones para la reanudación del diálogo. Los israelíes apuestan por la desaparición física de Abbas y su sustitución por uno de los halcones de la cúpula palestina; Mahmúd Abbas, muy debilitado, se aferra al poder, bloqueando el proceso de renovación de las estructuras políticas de la Autoridad Nacional.

Los dirigentes israelíes estiman que después de la muerte de Abbas podrían iniciar el proceso de anexión territorial de Cisjordania, congelado in extremis en vísperas de la firma de los Acuerdos Abraham.

Lo que Israel reclama es la intervención del inquilino de la Casa Blanca para lograr la normalización de las relaciones con Arabia Saudita. En este caso concreto, la normalización se traduce por el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas, que las altas esferas del reino wahabita supeditan a la… solución de la cuestión palestina. ¿Otra misión imposible para Biden?

Otra, sí, puesto que el primer obstáculo para el diálogo entre Norteamérica y Arabia Saudita consiste en perdonar al príncipe heredero, Mohammed Bin Salman, su participación en el complot que desembocó en la muerte del periodista Jamal Khashoggi, comentarista del Washington Post.  Biden se comprometió a exigir su castigo el año pasado, cuando los servicios secretos estadounidenses lo implicaron en la trama asesina. Es, al parecer, la condición sine que non para el reseteo de las relaciones entre Washington y Riad. Pero hoy por hoy parece descabellado imaginar que el presidente de los Estados Unidos le pregunte a Bin Salman: ¿por qué mandó vuestra alteza real matar a un comentarista del Washington Post? Queda, pues, la otra opción; la del borrón y cuenta nueva, del muy socorrido:  Aquí no ha pasado nada…

Sin embargo, lo cierto es que pasaron muchas cosas. Los saudíes cuentan con el apoyo de la Casa Blanca en su combate contra el régimen de los ayatolás iraníes, sus archienemigos en la zona, con la entrega de sistemas de defensa antimisiles, indispensables para neutralizar los ataques de los rebeldes hutíes, con una mayor coordinación de las políticas regionales, que reforzaría el prestigio del reino en la región del Golfo Pérsico.

Por su parte, Biden quiere reclamar un incremento de la producción de petróleo saudí, que cubra el vacío dejado por la imposición de sanciones a la venta de crudo procedente de Rusia. En efecto, las sanciones han provocado un efecto boomerang: Occidente padece la falta de petróleo ruso.  

Conviene recordar que Arabia Saudita apoyó desde el primer momento la política petrolera de Rusia, manifestando su solidaridad con otro gran productor de oro negro. ¿Renunciar al compromiso con Moscú para sumarse al bando del Biden? Para los hombres del desierto, como el príncipe Bin Salman, ello supondría faltar a su palabra de honor. Y en el desierto, el honor es el bien más preciado.

lunes, 6 de junio de 2022

Türkiye


No digas Turkey, di Túrkiye. La campaña político-lingüística iniciada en diciembre del pasado año por las autoridades de Ankara culminó la pasada semana con la adopción de Türkiye como nombre oficial del país.

El adalid y garante del proceso de cambio, aparentemente sólo lingüístico, fue el presidente Recep Tayyip Erdogan, poco conforme con la antigua denominación inglesa de su país. En inglés, Turkey significa pavo. El nombre del país suele asociarse, pues, en los países anglosajones, con la cena de Acción de Gracias, la Navidad o la celebración del Año Nuevo. Por si fuera poco, el diccionario Cambridge añade otras acepciones, como fallo grave o persona estúpida o tonta. Bastante, para herir la susceptibilidad de los herederos de la gloriosa tradición del Imperio Otomano, poco propensos a aguantar las mofas de maleducados angloparlantes.

Türkiye es la mejor representación y expresión de la cultura, la civilización y los valores del pueblo turco, manifestó Erdogan al iniciar los trámites para el cambio de nombre del país. Pero el decreto presidencial de diciembre tenía que contar con el aval de… las Naciones Unidas. La esperada luz verde de Nueva York llegó la pasada semana. A partir del 1 de junio, Turquía pasaba a llamarse oficialmente Türkyie.

 ¿Türkyie? La nueva denominación fue utilizada durante los últimos meses de 2021 por los organismos oficiales, la emisora nacional TRT y la agencia de noticias Anadolu. De hecho, el cambio de marca país había sido solicitado en 2020 por la Asamblea Nacional de Exportadores, que exigió abandonar el irónico Made in Turkey por Made in Türkyie. Al final, los exportadores se salieron con la suya. ¿Sólo los exportadores?

En realidad, el acta de nacimiento de Turquía se remonta a 1923. Antes de esta fecha, el territorio que ocupa hoy Türkyie formaba parte del Imperio Otomano. La Primera Guerra Mundial acabó con el Imperio; los pobladores de Anatolia encontraron, sin embargo, a su salvador. Se trataba de un militar turco nacido en la cosmopolita ciudad de Salónica, en la antigua Macedonia otomana. Mustafá Kemal Atatürk, que llevó a cabo una política rupturista, fue el verdadero artífice de la creación del país moderno.  

El nuevo Estado ideado por Atatürk (padre de los turcos) pretendía acabar con las estructuras obsoletas del Imperio, para convertirse en una república secular. Se separó la Religión del Estado y se procedió a un férreo control de las instituciones islámicas. Se cambió la capital de Constantinopla (ahora Estambul) a Ankara, se cambió el alfabeto árabe por el romano, se introdujo el apellido, inexistente antes de 1923 y, por ende, aunque no menos importante, se concedió el derecho de voto a la mujer. Conviene recordar que el sufragio femenino se introdujo en Europa continental a partir de 1919, después de la Primera Guerra Mundial. Por otro lado, las mujeres que ostentaban cargos públicos no podían usar la vestimenta musulmana.

Pero muchas de las reformas de Atatürk no fueron ni son del agrado del sector más conservador de la sociedad turca. Los partidos de corte islámico, que surgieron durante la segunda mitad del pasado siglo, no dudaron en atacar las estructuras kemalistas del Estado o de contemplar pura y simplemente la abolición de algunas normas, incompatibles con su percepción del país.

En 2002, cuando el AKP de Erdogan – una agrupación islamista moderna – se hizo con las riendas del poder, algunos politólogos y analistas especularon con el posible desmantelamiento gradual del kemalismo y su sustitución por estructuras más tradicionales, como por ejemplo el neo-otomanismo.

¿Será la consigna No digas Turkey, di Túrkiye un mero episodio de este soterrado combate?

sábado, 4 de junio de 2022

Moscú y Pekín - ¿un matrimonio de conveniencia?

 

El conflicto de Ucrania ha figurado en el orden del día de las dos importantes cumbres económicas internacionales celebradas a finales del mes de mayo. En Davos, lugar de encuentro predilecto de la flor y nata del empresariado devoto a las normas de la economía de mercado, los ponentes clave fueron George Soros y Henry Kissinger, máximos exponentes de corrientes de pensamiento diferentes, cuando no antagónicos. El multimillonario de origen húngaro se erigió en el Dios de la Guerra; el politólogo de origen alemán, en adalid de la tolerancia.

Como era de esperar, la estrella invitada del aquelarre de este foro alpino fue el presidente ucranio, Volodímir Zelensky, que aprovechó la oportunidad para reclamar el envío de más armamento (y dinero) para la guerra contra el consuetudinario enemigo de su pueblo: Rusia. La Rusia del criminal de guerra Putin, el sátrapa totalitario que hay que derrotar.

El principal valedor de Zelensky fue George Soros, que lleva tiempo apoyando política y económicamente el régimen de Kiev, haciendo suyo el combate de Ucrania contra el comunismo. Para el octogenario financiero, el auténtico rival de Occidente es la Madre Rusia, sus gobernantes y su cultura. Borrarla de la faz de la Tierra supondría la victoria contra las fuerzas satánicas que tratan de controlar los destinos de la Humanidad. Sabido es que Soros cuenta con numerosísimos adeptos en los círculos empresariales; el dinero llama al dinero.

El veterano diplomático y politólogo Henry Kissinger, también enemigo declarado del comunismo, hizo hincapié en la posibilidad, cuando no, necesidad, de encontrar una solución pacífica, véase negociada del conflicto entre las dos naciones eslavas. ¿La integridad territorial de Ucrania? Hoy por hoy, parece un mito, estima el que fuera durante décadas la eminencia gris de la diplomacia mundial. ¿Concesiones territoriales? Si implican la vuelta al equilibrio geopolítico, bienvenidas, insinúa el exsecretario de Estado norteamericano, cuyo nombre apareció al día siguiente en la lista negra de los enemigos de Ucrania. No hay que extrañarse; la división creada por la guerra fomenta y alimenta el extremismo.

En la cumbe de Davos no quisieron escuchar este año la voz de Vladímir Putin; el bien no se junta con el mal.          

En el otro foro que abordó el tema del conflicto entre Rusia y Ucrania - el Foro Económico Euroasiático – una mini agrupación de Estados exsoviéticos patrocinada por Moscú, se vertieron opiniones diametralmente opuestas. Aquí, Vladímir Putin condenó a quienes tratan de apropiarse de los bienes ajenos, recordando que la incautación del capital de otros no beneficia a nadie. Una alusión directa al proyecto de la Casa Blanca de expropiar y vender los haberes rusos confiscados en Occidente, pertenecientes tanto a las autoridades de Moscú como de los mal llamados oligarcas. El mensaje de Putin parecía transparente: no hay que robar al enemigo.

 

Curiosamente, el mismo mensaje fue transmitido por el presidente chino Xi Jinping, quién advirtió en una asamblea del Partido Comunista a las llamadas élites del establishment – equivalencia de los oligarcas de Putin – que sería conveniente repatriar urgentemente los fondos depositados en bancos extranjeros: No es prudente tener depósitos en Suiza o Singapur; nos exponemos a que éstos sean incautados por nuestros enemigos, advirtió Xi Jinping. Las palabras del presidente chino recuerdan, extrañamente, el refrán: cuando las barbas de tu vecino veas cortar...

 

Nada sorprendente, teniendo en cuenta que Pekín comparte con Moscú el liderazgo de un ambicioso proyecto geoestratégico: la unión de las potencias económicas emergentes, integrada por Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica (BRICS). De hecho, para contrarrestar las poco amistosas - por no decir, agresivas - iniciativas de Washington en la región del Indo-Pacífico, el Gobierno chino sugiere la expansión de BRICS con la incorporación de nuevos miembros: Pakistán, Malasia, Indonesia e incluso Turquía, la novia desdeñada por los señores del club de Bruselas.

 

¿Error de cálculo?  ¿Enemistad declarada? O, pura y simplemente, una reacción lógica ante los alegatos del Secretario de Estado Antony Blinken, quien afirmó rotundamente ante las cámaras de televisión americanas: Rusia no es el principal rival de los Estados Unidos; China sí lo es. China es la amenaza más grave para el orden internacional actual.

 

Conviene aclarar que el orden internacional actual es un eufemismo que trata de ocultar las reglas de conducta impuestas por los Estados Unidos a partir de los años 90 del pasado siglo, cuando Washington lideraba el mundo unipolar emanante de la desaparición de la URSS.

 

Pero ¡ay! el oso ruso ha despertado; su descarado coqueteo con el panda chino empieza a levantar ampollas.