Más de un año
tardaron los sherpas de la Casa Blanca y sus colegas del Departamento de
Estado en ultimar los detalles del primer viaje presidencial a Oriente Medio.
Un proyecto difícil, cuya materialización sufrió un considerable retraso debido
al conflicto de Ucrania y sus efectos colaterales: el encarecimiento del precio
de los crudos y el caótico estado del transporte marítimo, que afecta el
suministro global de mercancías.
Por si fuera poco, las
directrices provenientes del Despacho Oval eran muy claras: El presidente
quiere que el viaje sea recordado como la culminación de la misión pacificadora
de la Administración, enfocada
en lograr resultados (positivos) para el pueblo norteamericano. Así de
claro, pero…
La visita de Joe Biden
a Oriente Medio tendrá lugar del 13 al 16 de julio e incluirá escalas en
Israel, los territorios palestinos y Arabia Saudita. Y no será forzosamente,
un camino de rosas. La nueva fisionomía de la región, ideada por la Administración
Trump, poco tiene que ver con el compungido Oriente Medio, atentico quebradero
de cabeza para los diplomáticos estadounidenses. Los Acuerdos de Abraham, negociados
por el equipo de Donald Trump, fueron aceptados – a veces, a regañadientes –
por los Estados del Golfo, poco propensos a sellar las paces con Israel a cambio
de nada. Pero el multimillonario neoyorquino reconvertido a político supo cuantificar
el esfuerzo o sacrificio de cada uno de los actores. Con su
mentalidad de hombre de negocios, Trump recurrió a la fórmula mágica: I buy!
(compro). Fuera quedaron de este trato los principales interesados: los
palestinos, quienes no tuvieron voz ni voto en el regateo de Washington con las
capitales árabes y Tel Aviv. Alguien dijo en su momento que los Acuerdos Abraham
eran una especie de contrato de compraventa aderezado con salsa diplomática.
Por muy extraño que ello parezca, el engendro funciona.
Los asesores de Biden
sugirieron al Gobierno israelí la convocatoria de una cumbre con los
dirigentes palestinos, destinada a relanzar el moribundo proceso de paz
interrumpido durante el mandato de Trump. Pero tanto el primer ministro israelí,
Naftali Bennett, como el presidente
de la ANP, Majmúd Abbas, descartaron la propuesta; ambos estiman que no se dan
las condiciones para la reanudación del diálogo. Los israelíes apuestan por la
desaparición física de Abbas y su sustitución por uno de los halcones de
la cúpula palestina; Mahmúd Abbas, muy debilitado, se aferra al poder,
bloqueando el proceso de renovación de las estructuras políticas de la
Autoridad Nacional.
Los dirigentes
israelíes estiman que después de la muerte de Abbas podrían iniciar el proceso
de anexión territorial de Cisjordania, congelado in extremis en vísperas
de la firma de los Acuerdos Abraham.
Lo que
Israel reclama es la intervención del inquilino de la Casa Blanca para lograr la
normalización de las relaciones con Arabia Saudita. En este caso concreto, la
normalización se traduce por el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas,
que las altas esferas del reino wahabita supeditan a la… solución de la
cuestión palestina. ¿Otra misión imposible para Biden?
Otra, sí,
puesto que el primer obstáculo para el diálogo entre Norteamérica y Arabia
Saudita consiste en perdonar al príncipe heredero, Mohammed Bin
Salman, su participación en el complot que desembocó en la muerte del
periodista Jamal Khashoggi, comentarista del Washington Post. Biden
se comprometió a exigir su castigo el año pasado, cuando los servicios secretos
estadounidenses lo implicaron en la trama asesina. Es, al parecer, la condición
sine que non para el reseteo de las relaciones entre Washington y
Riad. Pero hoy por hoy parece descabellado imaginar que el presidente de los Estados
Unidos le pregunte a Bin Salman: ¿por qué mandó vuestra alteza real matar a
un comentarista del Washington Post? Queda, pues, la otra opción; la del
borrón y cuenta nueva, del muy socorrido: Aquí no ha pasado nada…
Sin embargo, lo cierto es que pasaron muchas
cosas. Los saudíes cuentan con el apoyo de la Casa Blanca en su combate contra el
régimen de los ayatolás iraníes, sus archienemigos en la zona, con la entrega
de sistemas de defensa antimisiles, indispensables para neutralizar los ataques
de los rebeldes hutíes, con una mayor coordinación de las políticas regionales,
que reforzaría el prestigio del reino en la región del Golfo Pérsico.
Por su parte, Biden quiere reclamar un incremento de la
producción de petróleo saudí, que cubra el vacío dejado por la imposición de
sanciones a la venta de crudo procedente de Rusia. En efecto, las sanciones han
provocado un efecto boomerang: Occidente padece la falta de petróleo
ruso.
Conviene recordar que Arabia Saudita apoyó desde el primer momento la política petrolera de Rusia, manifestando su solidaridad con otro gran productor de oro negro. ¿Renunciar al compromiso con Moscú para sumarse al bando del Biden? Para los hombres del desierto, como el príncipe Bin Salman, ello supondría faltar a su palabra de honor. Y en el desierto, el honor es el bien más preciado.
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