viernes, 6 de mayo de 2011

Osama


Exit Osama Bin Laden. Durante décadas, su nombre fue sinónimo de terror, odio y destrucción. El multimillonario saudí hizo suya la ideología más radical, la opción más dañina de la pugna entre las grandes religiones monoteístas. Enfrentar el Islam al judaísmo y el cristianismo, acentuar las diferencias culturales, apostar por la intolerancia y la incomprensión, fueron los caballos de batalla de Osama Bin Laden. “Ten cuidado con este hombre; es saudí y, aparentemente, trabaja para la CIA”, me advirtió hace años un buen amigo musulmán, refinado intelectual y ferviente partidario de la convivencia entre seres procedentes de culturas distintas. Procedía de un pequeño pueblo del Mar Caspio, donde musulmanes chiítas, armenios, judíos y mazdeístas se entremezclaban.

“Ten cuidado con este hombre…”. Durante aquél encuentro fortuito, Bin Laden quiso saber cómo vivían sus “hermanos”, los pobladores de los campamentos de refugiados palestinos de Cisjordania y del Líbano, unos seres que me había tocado conocer pocos meses antes, durante la invasión israelí del país de los cedros. “¿Qué puedo hacer por ellos?”, preguntó seriamente. Obviamente, no podía imaginarme que la respuesta final sería la yihad – la “guerra santa contra los judíos y los cruzados”.

Pero no me cabe la menor duda de que ya en aquél entonces Osama tenía las ideas claras: después de la retirada de las tropas rusas de Afganistán, tocaba convertir el inhóspito país asiático en un laboratorio del Islam puro, inmaculado. Nada que ver, decía él, con el corrupto sistema saudí (que le protegió incluso después de los atentados del 11-S), o con el “tibio” Islam de los ayatolás iraníes, cuya revolución le parecía una inconsistente pantomima religiosa. Ya en la década de los 80, Bin Laden preconizaba el advenimiento de un sistema social basado en su interpretación del Corán, en su sentimiento de frustración, en sus hipotéticos traumas infantiles. Pero olvidan los analistas occidentales que Bin Laden era hijo del desierto, que sus parámetros poco o nada tenían que ver con las hipótesis expuestas en los libros de psiquiatría escritos por médicos austriacos de comienzos del siglo XX.

Osama Bin Laden fue, probablemente, un engendro de la CIA. Aprendió a odiar al enemigo, a librar una guerra sin cuartel contra los infieles que ocuparon la tierra del Islam, tanto en Afganistán como en Arabia Saudí, en el Líbano o en Palestina. Su baza: una inconmensurable fortuna que le permitía crear y armar ejércitos. Su punto débil: la excesiva confianza en los compañeros de viaje norteamericanos o británicos, dispuestos a sacrificarle en el ara del enfrentamiento ideológico.

En 1993, tras el desmoronamiento del imperio soviético, Occidente se apresuró en buscar un nuevo enemigo. Un enemigo funcional, fabricado por la maquinaria de propaganda estadounidense; un enemigo comodo para los aliados de la OTAN. El enemigo tenía nombre: el Islam. A partir de 1993, Bin Laden se convirtió en el máximo exponente del mal, en la encarnación del hasta entonces imaginario conflicto entre Oriente y Occidente.

Aún es prematuro evaluar si el distanciamiento de Bin Laden de sus aliados de Washington fue ficticio o real. Lo cierto es que el saudí desempeñó con éxito el papel de malo de la película, de traidor, de desagradecido… Después de los atentados de 2001, Osama desapareció en las montañas. Sus advertencias alimentaban las pesadillas de los órganos de seguridad occidentales; algunas de sus amenazas llegaron incluso a materializarse. Hace años, cuando los comandos especiales estadounidenses encontraron su huella en Pakistán, el entonces inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, optó por hacer caso omiso de los informes de la inteligencia USA: matar a Osama suponía convertirlo en un mártir; dejarlo con vida, en un mito para las legiones de jóvenes árabes que se identificaban con su ideario.

La cuota de Bin Laden (y de Al Qaeda) empezó a bajar hace unos meses, tras el estallido de las revueltas de Túnez y Egipto. La (mal) llamada revolución de Tweeter y Facebook, preparada con años de antelación, daba el paso a otros protagonistas árabes, más modernos, menos sanguinarios. Ante el cambio de guión, se imponía un cambio de actores. La abominable opción Al Qaeda parecía haber cumplido su cometido. La operación Kill Bin finalizó con éxito el mismo día en el que los aviones de la OTAN fracasaron en su intento de asesinar al dictador libio Mommar al Gaddafi.