miércoles, 25 de marzo de 2020

Coronavirus - el soldado de Alá


Nos remitimos siempre, o casi siempre, a nuestra visión etnocentrista de los asuntos de este mundo, de los males que acechan el Planeta. En el caso concreto del coronavirus, de la terrible pandemia que desconoce las fronteras geográficas diseñadas por la mano el hombre, las voces de alarma proliferan y se superponen. Es un mensaje divino, una advertencia del Ser Supremo, un castigo del Cielo - de los Cielos. Los occidentales suelen emplear la palabra arrepentimiento; los orientales prefieren utilizar el vocablo venganza.

Si analizamos con detenimiento las reacciones provocadas por la expansión del coronavirus en el mundo árabe-musulmán, llegamos fácilmente a la conclusión de que la pandemia se ha convertido en un arma ideológico-religioso. En efecto, para los acérrimos defensores del mahometismo, ulemas esparcidos por las vastas tierras del islam o afincados en las capitales del próspero primer mundo, el devastador avance del virus sirve para infundir miedo a las comunidades musulmanas y reclamar una observancia estricta de los preceptos del Corán.

Cuando el coronavirus afectó la región china de Wuhan, en las redes sociales árabes aparecieron insinuaciones acerca de un castigo de Alá a los chinos por el trato dispensado a la minoría musulmana uigur, discriminada por Pekín.

Curiosamente, cuando el virus llegó a Irán, la noticia encantó a quienes estiman – en el mundo musulmán – que los clérigos chiitas de Teherán aplican un trato atroz a los suníes de Irak, Siria o Yemen. Cuando la pandemia alcanzó los demás Estados árabes de la zona, algunos pensaron que se trataba de una diabólica conjura iraní o… israelí. Alimentó las sospechas de los radicales la sorprendente declaración del ayatolá Nasir Makarim Shirazi, quien aseveró que la ley islámica no prohíbe comprar medicamentos o vacunas a Israel, siempre que no haya otro país que los produzca. En resumidas cuentas, que la prohibición de hacer negocios con la entidad sionista podría obviarse en caso de extrema necesidad.

Aún más chocante resultó la exposición del profesor Muhammad Abdulhamid Qudah, parlamentario jordano y exministro de la Corte hachemita, quien no dudó en calificar al coronavirus de "soldado de Alá", enviado para castigar tanto a Occidente como a los musulmanes. Según Qudah, Alá está enfadado con los desobedientes pobladores de este mundo.
Por su parte, el clérigo salafista tunecino Bashir bin Hassan afirma que Alá tiene muchos soldados, incluidos ángeles y… virus.  El coronavirus es, pues, una advertencia de Alá a los pobladores de la Tierra. Sus efectos malignos desaparecerán el día en que los creyentes vuelvan a los caminos del Señor.
Ni que decir tiene que estas reacciones paranoicas afectarán de manera negativa el embrionario diálogo árabe israelí, advierten los expertos del Instituto de Estrategia y Seguridad de Jerusalén, centro de estudios liderado por militares y politólogos hebreos. Sus integrantes, antiguos altos cargos del Ejército y los servicios de inteligencia israelíes, contemplan la alternativa de ataques suicidas contra el Estado judío perpetrados por terroristas infectados con el virus.
Los estrategas de Tel Aviv tampoco descartan el advenimiento de una crisis internacional larga y profunda, que sumiría en un profundo caos las instituciones políticas y militares del gran aliado transatlántico: Estados Unidos.
Subsiste, pues, el interrogante: ¿Cómo combatir al temible soldado de Alá llamado… coronavirus?

jueves, 19 de marzo de 2020

Israel - esperando al Mesías


Hace apenas unas semanas, el Estado de Israel impermeabilizó sus fronteras, decretando el confinamiento de la población judía, árabe y, de paso, palestina. Esta vez, la amenaza no procedía de las agrupaciones radicales integristas – los Hezbolá libaneses o el Hamas gazatí – sino de un temible enemigo oculto, originario del Irán de los ayatolas: el coronavirus.  


La medida de las autoridades de Tel Aviv fue acogida con ironía por los palestinos de Cisjordania. ¿Confinamiento? Nosotros lo hemos padecido durante décadas. Ahora les toca a los israelíes comprender el significado de esta palabra.

Israel es un país de contradicciones y contrastes. El advenimiento de la pandemia ha sido interpretado en clave apocalíptica por los rabinos ultrarreligiosos, quienes aseguran que la presencia del virus es un castigo divino, que presagia la llegada del Mesías y en clave meramente política por el ciudadano de a pie, cansado de las artimañas del Primer ministro saliente o al menos, derrotado en las últimas elecciones, Benjamín Netanyahu. En hombre que dirigió los destinos de Israel en los últimos once años, parece poco propenso a abandonar el poder en vísperas de un juicio que logró posponer hasta ahora, pero que debería dar comienzo el 24 de mayo próximo. Los cargos contra el líder conservador: sobornos, fraude, trato de favor a los medios de comunicación amigos y un sinfín de etcéteras.  

Hasta ahora, Netanyahu se escudó en la inmunidad que le concedía en cargo de jefe de Gobierno para eludir la acción legal. Sin embargo, tras la derrota en las elecciones generales del pasado 2 de marzo, el incombustible premier comprendió que hacía falta aprovechar cualquier resquicio para aplazar la comparecencia ante la Justicia. Su primera cortada fue… el coronavirus o, mejor dicho, el paquete de medidas excepcionales elaborado por el Gobierno saliente, su Gobierno. Curiosamente, ninguna de las cláusulas de seguridad aprobadas el pasado fin de semana sirve para blindar a Netanyahu. Obviamente, los ex Primeros ministros no gozan de la ansiada inmunidad; pasan a ser ciudadanos normales y corrientes. Había que encontrar, pues, otra vía. Netanyahu se decantó por una estrategia que aprendió a controlar perfectamente: el regateo.

Bibi Netanyahu le ofreció a su rival, el general en la reserva Benny Gantz, la posibilidad de formar un Gobierno de emergencia nacional, integrado por todas las agrupaciones del espectro político israelí, exceptuando a los legisladores de origen árabe, que representan actualmente la tercera fuerza en la Knesset (Parlamento). Para el político conservador, los diputados árabes israelíes no dejan de ser meros partidarios del terror.

¿Gobierno de emergencia nacional? Extraño ofrecimiento éste por parte del Primer ministro en funciones, teniendo en cuenta que Gantz, quien acababa de recibir el encargo de formar Gobierno, contaba con el apoyo de 61 legisladores, es decir, con la mayoría necesaria para poder descartar la alternativa de una coalición con los diputados del Likud. Aun así, Benny Gantz se mostró partidario de formar un gobierno de unidad nacional capaz de eclipsar la preponderancia de los conservadores. Un proyecto inviable, sabiendo positivamente que algunos de los partidos que habían adherido a su conglomerado, como el ultranacionalista Israel Beiteynu o la Lista Conjunta de los árabes israelíes, son aliados coyunturales que sólo persiguen un objetivo: desbancar a Netanyahu.

Consciente del peligro de inestabilidad política que presupone un hipotético destierro de los conservadores de la vida política, Gantz se apresuró en sugerir la formación de un Gobierno de unidad que incluyera al Likud. La contrapropuesta de Netanyahu resultó por lo menos sorprendente. Bibi se mostró partidario del sistema de rotación: el Likud gobernaría durante dos años, y la formación de Gantz – Azul y Blancootros dos. Permanecer en el poder suponía que el equipo de Netayahu, artífice de la legislación de emergencia elaborada para combatir el coronavirus, podría dedicarse a llevar a buen puerto la ofensiva contra la alerta sanitaria, allanando el camino para la llegada de los liberales de Gantz, políticos aparentemente… inexpertos. Al comprobar el comprensible malestar del general, Netanyahu no dudó en dar el golpe de gracia, acusando al jefe de fila de Azul y Blanco de … mezquindad.

Obviamente, el jefe de fila del Likud perseguía otra meta. Al aceptar el mandato de formar Gobierno, Gantz aludió veladamente a los esfuerzos del primer ministro saliente de… evadir la justicia.

¿Busca Netanyahu otros dos años de tregua? O tal vez, estima que la llegada del Mesías podría librarle definitivamente de la espada de la Justicia. Porque la guerra contra el coronavirus es, en este caso concreto, una simple excusa.

martes, 17 de marzo de 2020

El coronavirus acelera el desplome de los precios del petróleo


No va más, señores. Desde hace una semana, los países productores de “oro negro” tratan de controlar el impacto producido por la pandemia de coronavirus en la economía mundial. La espectacular caída de la cotización del petróleo – un 34 por ciento - en los últimos meses, recuerda la grave crisis  registrada durante el período 2014 – 2016, que sacudió los cimientos de las estructuras de los exportadores de crudo, desembocando en la firma de un acuerdo entre las dos grandes agrupaciones: la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP),integrada por  Argelia, Angola, Ecuador, Indonesia, Irán, Irak, Kuwait, Libia, Nigeria, Catar, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Venezuela y Congo, y los países de la llamada OPEP+ , liderada por Rusia, tercer productor mundial de “oro negro”,  y compuesta por Egipto, Azerbaiyán, Kazajistán, México, Noruega, Omán, Rusia, Siria y Sudán.  Los dos bloques, que trataron de ignorarse durante décadas, establecieron contactos informales a finales de los años 70 del siglo pasado. La cooperación, rechazada por los jefes de fila de ambas agrupaciones -  Arabia Saudita y la ex Unión Soviética  - parecía incompatible. Los príncipes de Riad descartaban cualquier diálogo con los “herejes marxistas”; por su parte, los dueños del Kremlin se negaban a entablar conversaciones con la dinastía “feudal retrograda” de los Saud.

Aun así, al final de la “guerra fría” se divisó un tímido acercamiento entre los dos países. Los negocios son… negocios.
 
Dos décadas después, la faz del mundo había cambiado. El “nuevo orden mundial” de George Bush, la enigmática “globalización”, pregonada por los ultraliberales, el desmembramiento de la URSS y la atomización del impero soviético cambiaron los datos del problema. La altanera Rusia se había convertido en una potencia se segunda; el reino wahabita dejó de ser el incontestable líder de los países de la región del Golfo Pérsico. La inesperada “bonanza” de los emiratos, la prominencia de la revolución islámica del competidor iraní, la creciente penetración del chiismo en la región, acabaron con la aureola de la Casa de Saúd. Rusia a Arabia Saudita - potencias llegadas a menos – tenían buenas razones para sellar las paces. Y, sobre todo, las agrupaciones de países petroleros que ambos capitaneaban tenían interés en coordinar su actuación en los mercados internacionales. Se trataba de fijar precios, establecer cupos de producción, controlar las cuotas de mercado.
   
Es lo que sucedió a finales de la pasada semana, cuando los representantes de la OPEP y la OPEP+ los dos grupos se reunieron en Viena para estudiar la tónica del mercado y consensuar medidas para el mantenimiento de los precios.  Pero esta vez los intentos de concertación fracasaron. Rusia no era partidaria de reducir su producción de crudo para mantener la cotización del petróleo. Arabia Saudita puso en práctica sus amenazas: incrementar la producción, rebajar el precio del barril e inundar el mercado mundial. ¿Qué había sucedido?  Rusia y sus socios se negaron a reducir su producción en un 1,5 millón diario, como lo sugirió Arabia Saudita. Aunque Riad se comprometía a asumir el mayor porcentaje de la bajada, Moscú rechazó la propuesta. Su objetivo: compensar las pérdidas resultantes de la imposición de sanciones occidentales de 2014 con la venta de oro negro, incluso a precios más bajos. Los rusos habían barajado descensos del precio hasta los 35 dólares por barril. Sin embargo, estos cayeron por debajo de los 30 dólares.

Cierto es que el acuerdo de 2016 aportó a las arcas de Moscú alrededor de 88.000 millones de euros. Pero el descenso de la producción – incluso moderado – no estaba contemplado por los jerarcas rusos.

En realidad, tanto Rusia como Arabia Saudita pueden permitirse el lujo de competir “a la baja”. En ambos casos, sus reservas les permiten unos “sacrificios” de unos meses (hasta finales del año). Los auténticos perjudicados serían los productores norteamericanos, que desarrollaron una boyante industria petrolera basada en el “fracking”, técnica extremadamente costosa, que prosperó merced a los precios altos practicados por los demás productores. Es una de las razones – tal vez la más importante – por la que los rusos apuestan por el descenso de la cotización del oro negro.

Los “aliados” saudíes de Washington prefieren apostar por el mantenimiento de su cota de marcado, perjudicando a su vez los intereses directos de los norteamericanos.

El 8 de marzo, algunas publicaciones económicas afirmaron que Arabia Saudita planeaba aumentar la extracción hasta 12 millones de barriles diarios durante el mes de abril.

El 11 de marzo, la petrolera Saudí Aramco aseguró que había recibido la orden de elevar la producción a 13 millones de barriles diarios. Abu Dabi siguió el ejemplo de Riad, incrementando su producción hasta los 4 millones de barriles.

El lunes de la pasada semana, la cotización del crudo Brent se hundía hasta 31,43 dólares el barril, el petróleo estadounidense West Texas se desplomó a 29,73 dólares el barril. Ayer, lunes, el Brent se cotizaba a 31,41 dólares y el West Texas, a 28,86 dólares el barril. Y la guerra sigue.  Pero ya se sabe: “los negocios son… negocios”.

domingo, 8 de marzo de 2020

Siria: los amigos de mis enemigos son… mis aliados



Beirut, otoño de 1978. Nuestro avión, una flamante aeronave e la compañía de bandera suiza, aterrizó en la pista del aeropuerto internacional esquivando un nutrido fuego de artillería.

“¿Están ustedes locos? ¿Qué hacen aquí? Nos están bombardeando; estamos en guerra”, refunfuñaba en jefe de escala armenio, presa de pánico. “¿Una guerra, Monsieur? ¿Quiénes son los contrincantes?”, pregunta la imperturbable azafata suiza. “Todo el mundo contra todo el mundo, mademoiselle. Pero ¡márchense ya, márchense, por lo que más quieran…” 

Me acordé de este rocambolesco episodio a comienzos del conflicto de Siria, cuando un sinfín de grupos armados con exóticas denominaciones convirtieron las tierras del antiguo Califato Omeya en laboratorio de la guerra moderna.

Todo empezó por… un error de cálculo. Los artesanos de las “primaveras árabes” se equivocaron al suponer que una oleada de protestas populares acabaría con la dinastía de los al-Assad, uno de los regímenes más autoritarios de la región. El fracaso de las más o menos “espontaneas” manifestaciones de la oposición dejó paso a llegada de facciones radicales extranjeras. Los enfrentamientos, deseados por los radicales islámicos, por Arabia Saudita y sus aliados estadounidenses, convirtieron en país en el tablero de la violencia en el Mashrek. Todo ello, bajo la complaciente mirada de Washington y la casi total indiferencia de los europeos, vecinos inmediatos de Siria, país involucrado en la dinámica del proceso euro mediterráneo de Barcelona.
  
Estados Unidos intervino en la internacionalización del conflicto al adueñarse de la región rica en yacimientos de petróleo y gas natural. Los intereses energéticos privan… A su vez, Rusia, que cuenta con una importante base naval en Tartús – única estructura militar allende de sus fronteras – optó a incrementar su presencia en la zona, avalando al régimen de Damasco. La famosa ofensiva contra de terrorismo internacional parecía limitarse a los movimientos estratégicos de los dos supergrandes, poco propensos a acabar realmente con la implantación de movimientos radicales islámicos.
 
Norteamérica apoyó a las facciones armadas de la etnia kurda siria; Rusia, al ejército nacional de Bashar al Assad y a las milicias cristianas. Las dos superpotencias condenaron la utilización de armas químicas durante el sangriento conflicto. Sin embargo, ambas negaron tajantemente su participación en los ataques con dicho armamento.
   
La llegada de Turquía al escenario bélico coincidió con el anuncio – el pasado año - de la retirada de los efectivos estadounidenses. Una medida parcial, implementada sin excesiva prisa por el mando norteamericano. ¿La justificación? “No estamos allí (en Siria) para proteger el petróleo”, declaró el presidente Trump. Obviamente, el inquilino de la Casa Blanca pretendía ocultar la realidad.

Turquía justificó su intervención militar en la vecina Siria alegando la necesidad imperiosa de… acabar con el terrorismo kurdo, que había trasladado su central de operaciones al Kurdistán sirio. Sin embargo, la situación sobre el terreno poco tenía que ver con la argumentación de Ankara. Las unidades kurdo-sirias no compartían el ideario de las milicias del PKK turco. Su combate, junto a las tropas estadounidenses, se centraban en el derrocamiento de un enemigo común: el régimen de al Assad.  Washington cayó en la trampa de Ankara al autorizar la puesta en marcha del operativo de Erdogan. 

El ejército turco entró en Siria de la mano de los aliados rusos. Mas la luna de miel resultó ser muy corta. La pasada semana, Ankara solicitó el apoyo de la OTAN para contrarrestar la presencia rusa en el frente de Idlib, último enclave controlado por las facciones islamistas aliadas de Ankara. En los combates terrestres y aéreos fallecieron 36 militares turcos. Erdogan no dudó en clamar venganza. 

Paralelamente a la ofensiva en el frente ruso, el régimen de Ankara amenazó a la Unión Europea con la apertura de fronteras y la llegada de oleadas de refugiados que ocuparían Europa. Algo muy parecido al guion de 2015, cuando Alemania se comprometió a absorber un millón de migrantes procedentes de Oriente Medio.

Sin embargo, los tiempos han cambiado. Hoy en día, los europeos, poco propensos a aceptar una nueva oleada de refugiados, califican las amenazas de Erdogan de “ataque a la UE”.
    
 "Este es un ataque (de Turquía) contra la Unión Europea y Grecia. Hay gente que acostumbra a ejercer presiones sobre Europa”, manifestó el canciller austriaco, Sebastian Kurz, durante una comparecencia ante los medios de comunicación dedicada a la situación en Siria.

Mientras los europeos se lamentaban de su suerte, los Estados Unidos manifestaban su deseo de ayudar al ejército turco a luchar con las tropas rusas y el ejército de al Assad.
   
Pero la sangre no llegó al río. Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, reunidos en Moscú a finales de esta semana, acordaron un alto el fuego en la provincia de Idlib, evitado la escalada bélica.

Las medidas anunciadas por los dos presidentes contemplan:

·         La aplicación de un alto el fuego en Idlib, que entró en vigor en la noche del jueves al viernes;
·        La creación de un pasillo de seguridad de seis kilómetros de ancho al sur y de seis kilómetros   al norte de la carretera M-4;
·        La puesta en marcha, a partir del 15 de marzo, de patrullas conjuntas ruso turcas en la autopista M-4.

Con ello, Moscú espera poner fin a los combates y eliminar la amenaza de un conflicto bélico entre Damasco y Ankara, que acabaría involucrando a Rusia.

Turquía consigue la creación de una zona tampón en el norte de Idlib, que le permite controlar el flujo de refugiados que se dirigen hacia su frontera.

Por ende, el régimen sirio mantiene el control sobre los territorios conquistados durante la última ofensiva, incluida la autopista que conecta Damasco con Alepo.

En resumidas cuentas: esta vez, Putin y Erdogan han logrado evitar la escalada bélica. Pero en este galimatías geopolítico, que recuerda extrañamente las horas bajas de Beirut, la desconfianza reina.