jueves, 21 de junio de 2018

Crisis migratoria: neofascismo vs. buenismo


La reciente epopeya del barco de rescate Aquarius, obligado a vagar por las aguas del Mediterráneo hasta Valencia, un lejano puerto de la Península Ibérica, ha desencadenado una tormentosa campaña mediática en las dos orillas del Mare Nostrum. Por vez primera, uno de los principales países de acogida de inmigrantes ilegales – Italia – se negó a recibir a los pasajeros de una embarcación que efectuaba una misión humanitaria en las aguas de Libia. El nuevo Gobierno de Roma, un conglomerado de populistas euroescépticos y radicales de derechas, optó por cerrar el grifo a la inmigración.

Huelga decir que los italianos no son los únicos detractores de la nueva y caótica oleada migratoria. Austriacos, húngaros y polacos, nacionalistas y xenófobos, comparten los temores de los políticos romanos. “¿Inmigrantes? No, gracias. La barca está llena”, pregonan los populistas. La “fortaleza Europa” cierra sus puertas.

Pero esta vez, la Comisión Europea está empeñada en buscar una solución. Será, muy probablemente, un apaño de última hora, destinado a allanar la vía de la cumbre comunitaria sobre emigración, prevista para el próximo día 28 de junio.

“Los comunitarios se ha puesto en marcha”, afirman los valedores de las iniciativas de Bruselas. Sí, los comunitarios se han  puesto en marcha. Pero…con 35 años de retraso.

 En efecto, lo que está sucediendo en el Mediterráneo era previsible. Las advertencias nos vienen de muy antiguo. El que eso escribe recuerda que ya en la década de los 80 del pasado siglo, los expertos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) llamaron la atención sobre las desigualdades del mundo en que vivimos. Un amplio informe presentado ante la Asamblea anual de la organización hacía hincapié en el reparto de la riqueza, subrayando que un 13 por ciento de la población mundial, es decir, los habitantes del primer mundo, controlaba el 80 por ciento de los recursos del planeta. Cabía suponer, pues, que el 87 por ciento de la población mundial podría reclamar el derecho de disfrutar del bienestar que conlleva el control de la riqueza. Pero los Gobiernos de los países ricos optaron por desentenderse del asunto.

En 1995, al lanzar la UE su iniciativa euromediterránea, las consignas de Bruselas fueron muy claras: hablaremos de la cooperación económica, tecnológica, de seguridad, de la lucha contra el crimen organizado, obviando la cuestión migratoria.

Ante la postura obtusa de los europeos: “inmigrantes – que no vengan”, los países de la otra cuenca propusieron la opción: “emigrantes – que no tengan que marcharse”. Los pocos esfuerzos destinados a crear centros de capacitación profesional y puestos de trabajo en los países de origen de los candidatos a la emigración fueron neutralizados,  tanto en el Norte de África como en Oriente Medio, por el poco benéfico impacto de las “primaveras árabes”.

A partir de 2003 – 2005, centenares, miles de pateras cruzan el Mediterráneo. Europa no cuenta con una política común, coherente, en materia de inmigración.

La situación dio un vuelco radical a finales de 2015, cuando el Viejo Continente acogió,  merced al “efecto Merkel”, a más de un millón de migrantes irregulares. Ante la imposibilidad de asumir el coste de su estancia, la canciller alemana estableció cuotas de reparto comunitarias. Los países de Europa oriental, dotados de menos recursos económicos y… menos generosos que los antiguos miembros de la Unión, rechazaron la propuesta.

La crisis se fue acentuando tras la llegada al  poder de los populistas. La aventura del Aquarius, la iniciativa del ministro del Interior italiano de expulsar a parte de la población gitana de la Península, refleja un inquietante cambio de actitud de algunos Gobiernos europeos.

Obviamente, ni el neofascismo italiano no el buenismo español brindan soluciones adecuadas para la crisis. La respuesta depende, en este caso concreto, de la voluntad real de “los 28 ó 27”. El tiempo apremia; esta vez, los países ricos no disponen de 35 años para tomar una decisión…