domingo, 10 de abril de 2022

Para que Rusia no vuelva a levantar cabeza


 De cómo atenazar a Rusia. Este fue el extraño mensaje que recibieron los lectores de una prestigiosa revista de relaciones internacionales que se publica en Nueva York. Sucedió allá, a comienzos de la década de los 90 del siglo pasado, en pleno idilio entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov.

¿Atenazar a Rusia? Los tiempos habían cambiado y la percepción del mudable coloso ruso poco tenía que ver con los estereotipos empleados durante los primeros años de la Guerra Fría. En principio, el país de la glasnost y la perestroika gozaba de la aún embrionaria simpatía del mundo libre. Sin embargo…

Atenazar a Rusia. Eliminar al gigante soviético de la lista de las superpotencias mundiales. Fue éste el sueño de varias generaciones de mandatarios occidentales. El aliado de la Segunda Guerra Mundial debía tornarse, forzosamente, en enemigo de nuestra civilización, en adversario de nuestros valores. Aun así, aquel informe realizado por un equipo de politólogos de la Universidad de Yale resultó más bien desconcertante. ¿Eliminar a Rusia (soviética) en el momento en que Gorbachov parecía dispuesto a aceptar las exigencias de la Casa Blanca, a hacer un sinfín de concesiones? Obviamente, los autores del documento habían elaborado una estrategia a largo plazo. ¿Se trataba de relegar a Rusia al estatuto de simple potencia regional, como la calificó años más tarde Barack Obama? El proceso, que implicaba la creación de un cordón sanitario en las fronteras europeas y la asociación de China a la tenaza contra Moscú, estaba en marcha. La primera fase – el acercamiento de la Alianza Atlántica a los confines de la Federación Rusa – finalizó durante el mandato de Obama. La segunda – la conquista de China – no llegó a materializarse.

En el Viejo Continente, se daban las condiciones para un enfrentamiento con el oso ruso. Sin embargo, el Kremlin no movía ficha. Joe Biden, que ostentó el cargo de vicepresidente de los Estados Unidos durante el mandato de Obama, se estrenó en la presidencia empleando un lenguaje agresivo para con Vladimir Putin. Las poco diplomáticas descalificaciones se prolongaron hasta después de la cumbre celebrada en Ginebra en junio del pasado año, durante la cual el presidente ruso rechazó la propuesta de sumarse al proyecto globalista de los socios de Biden.

Obviamente, había que atenazar a Rusia. Para ello, hacia falta encontrar un anzuelo. ¿Por qué no… Ucrania? Un país vecino de Rusia, donde reinaba una corrupción galopante, donde el nacionalismo y la rusofobia hallaron carta de naturaleza, donde habían surgido, con el beneplácito de Occidente, movimientos neonazis, donde se hallaban doscientos asesores militares estadounidenses, donde funcionaban bio-laboratorios financiados por instituciones públicas y privadas norteamericanas. (Los nombres y la ubicación de estos proyectos figuraban, hasta la invasión de las tropas rusas, en la página web de la Embajada de los Estados Unidos en Kiev).

El Kremlin tardó en aceptar el reto de Biden, quien había fijado incluso la fecha de la invasión.

En 2004, durante la revolución naranja que propició la caída del Gobierno prorruso de Víktor Yanukóvich, la canciller alemana Angela Merkel se negó a avalar al conglomerado de agrupaciones políticas que protagonizaban el cambio. La identidad de los emisarios del movimiento Maidán no le inspiraban confianza. Ello explica las recientes críticas contra la excanciller formuladas por Volodímir Zelensky.

Pero la guerra entre Washington y Moscú, la auténtica guerra de los globalistas contra los tradicionalistas, se libra en otro campo de batalla. Las divisiones de la Alianza Atlántica y los misiles nucleares de Rusia se desvanecen ante las sanciones impuestas a Moscú por Occidente. Se trata de un arma de doble filo, cuya utilización no coge desprevenido a Vladímir Putin. Hace tiempo que Rusia contempla la opción de llevar a cabo cambios sustanciales en la estructura económica y financiera del planeta.

Cambios económicos: tratando de resucitar y reactivar el bloque BRICS, compuesto por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, que representa al 40 por ciento de la población mundial y genera gran parte del PIB de nuestro planeta. La decisión se produce una semana después de que el presidente Biden dijera que se establecería un nuevo orden mundial liderado por los Estados Unidos.

Cambio en el sistema financiero: para los dignatarios rusos, el abandono del dólar y el euro como principales reservas mundiales no parece un proyecto descabellado. Según ellos, un sistema financiero renovado debería basarse en la preponderancia de las monedas regionales – rublo, yuan, etc. – vinculados al patrón oro. Tanto Rusia como China utilizan este sistema de compensaciones, ante la gran desesperación de la banca tradicional, preocupada por la constante revaluación de dichas monedas.

Atenazar a Rusia. Cierto es que China no ha seguido el guion escrito por los politólogos de Yale. Y ello, pese a las concesiones de Washington a la hora de negociar nuevos acuerdos comerciales con Pekín, a las inevitables sanciones económicas, los intentos de soborno y, como no, la amenaza militar que supone la creación de la alianza militar AUKUS, que los chinos interpretan como un desafío directo.

La verdadera guerra será, pues, una guerra económica. Con vencedores y vencidos, inevitablemente. Cabe preguntarse qué pasaría si la estrategia de las tenazas no surte efecto. Es el dilema afrontan actualmente los economistas occidentales.