jueves, 19 de agosto de 2021

Bienvenidos al Emirato Islámico

 

Suiza, mayo de 1983. En la tranquilidad de la campiña ginebrina, los señores de la guerra afganos disfrutan de su five o’clock tea. Vinieron a la Ciudad de Calvino para negociar con los emisarios del Kremlin la retirada de las tropas rusas inmovilizadas en el avispero afgano.

Los rusos se irán muy pronto, vaticinaban los jefes de tribu pashtuns. ¿Qué pasará después? preguntamos. ¿Después? Un extraño silencio se apoderó del grupo. ¿Desconcierto?  ¿Temor? ¿Apocamiento?  La respuesta nos la dio un joven barbudo, que había pasado completamente inadvertido. Será el reino del Islam, del Islam verdadero, del Islam puro…

¿A qué Islam se refiere, preguntamos, al modelo saudí o al iraní?  No, ninguno de los dos; el Islam saudí es corrupto; el iraní, demasiado tibio. Nosotros vamos a implantar el Islam puro.

El joven barbudo se llamaba Osama Bin Laden; acababa de cumplir 25 años.  Unos años más tarde, en 1996, los talibanes – formados en los centros de adestramiento y adoctrinamiento financiados por el emir Bin Laden - fundaron el Emirato Islámico de Afganistán.  

A comienzos de 2002, el fugitivo Bin Laden, perseguido por las tropas estadounidenses que ocuparon Afganistán, advirtió a los occidentales: volveremos dentro de 10 – 15 años. Pero hubo que esperar hasta el 15 de agosto de 2021 para que su promesa se materialice.

Durante años, los talibanes y las fuerzas de ocupación occidentales jugaron al escondite. Los servicios de inteligencia militar de Washington y de la OTAN seguían muy de cerca los desplazamientos de los grupúsculos talibanes, estaban al tanto de sus contactos con los jefes de tribu afganos y los responsables de la seguridad de Kabul. ¿Intervenir? Parecía poco aconsejable. ¿Revelar el escondite de Bin Laden? Más que inoportuno. La pantomima duró hasta la firma del acuerdo de Doha, que contemplaba la retirada de las tropas estadounidenses del país asiático. Joe Biden fue el mero ejecutor de la rendición del Imperio.

El 15 de agosto, los talibanes volvieron a adueñarse de Kabul, proclamando el Emirato Islámico de Afganistán. La suerte está echada.

Y ahora, ¿qué? No vamos a enumerar aquí los ásperos preceptos impuestos por la shari’à (la ley islámica). Los nuevos gobernantes del país afgano aseguran que su aplicación se ajustará a los cánones de la modernidad. Recuerdo las palabras de Bin Laden: el Islam saudí es corrupto; el iraní, demasiado tibio. La variante de los talibanes aún queda por descubrir.

Y ahora, ¿qué? Al parecer, después del sonado fiasco diplomático y verbal del inquilino de la Casa Blanca, incapaz de justificar la entrega exprés de Afganistán, todos y cada uno de los protagonistas de este descomunal vodevil… ¡tiene un plan! Hagamos un breve repaso:

El Acuerdo Abraham, negociado durante el mandato de Donald Trump e invocado por Biden para justificar la claudicación de Washington ante los talibanes no contempla todas las ecuaciones políticas de la zona.  Trump no era un perfeccionista. Al presidente Biden le incumbe recuperar la confianza de sus aliados y restablecer el desvanecido prestigio internacional de los Estados Unidos. ¿Misión imposible?

Hay que hablar con los talibanes; han ganado la guerra, afirma por su parte el socialista catalán Josep Borrell, que ostenta el cargo de jefe de la diplomacia europea. Olvida que una de las reglas de oro de la UE es no tratar con terroristas y con regímenes totalitarios. Pero Borrell es, qué duda cabe, el triste reflejo de un continente a la deriva.

Las dos grandes potencias regionales, Rusia y China, tratarán de sacar provecho del distanciamiento forzoso de Occidente. En los últimos tiempos, el Kremlin trató de establecer un diálogo cortés con las facciones talibanes, artífices de su vergonzosa retirada de Afganistán en 1989. La penetración de elementos radicales en las repúblicas exsoviéticas del Cáucaso se convirtió en una auténtica pesadilla para Moscú. Hoy en día, Rusia trata de evitar la aparición de una nueva marea integrista en sus confines.

Idéntica preocupación tiene China, empeñada en aislar a su población uigur del resto del mundo. Pero sus intereses no se limitan a la simple cuestión étnica. Pekín tratará de reforzar su cooperación con Kabul y abrir una vía terrestre hacia el Golfo Pérsico. A la ruta de la seda podría sumarse una ruta del petróleo. Todo es cuestión de tiempo. Y para los chinos, el tiempo no constituye un obstáculo.

Turquía, convertida en potencia regional, no escatimará esfuerzos para jugar su baza otomana. El imperio estuvo presente en la región. De hecho, el primer hospital inaugurado en Kabul a comienzos del siglo XX fue… el Hospital Otomano.  

Ankara procurará afianzar su presencia en los países musulmanes de Asia, tratando de servir de puente entre éstos y la Europa comunitaria. Además, el régimen de Erdogan podría filtrar a los refugiados afganos, al igual que hizo con los sirios desplazados durante la guerra civil.

Preocupada por la posible vuelta del extremismo de la década de 1990, la República Islámica de Irán debe lidiar con unos vecinos con los que tenía profundas tensiones en los años 90, cuando los talibanes reprimían a los chiitas Hazzara en Afganistán y daban cobijo a elementos de Al Qaeda dispuestos a atacar a Irán. Mas el panorama cambió radicalmente tras la intervención estadounidense.

Actualmente, los medios de comunicación oficiales de Teherán hacen hincapié en la diversidad étnico-religiosa de Afganistán y sugieren a los talibanes implementar su forma de gobierno de conformidad con la voluntad del pueblo. Al régimen de los ayatolas de gustaría convertirse en un ejemplo de convivencia para los afganos. Su tibieza en materia de aplicación de la ley islámica a las minorías étnicas podría servir de ejemplo. Pero hay que darle tiempo al tiempo…

domingo, 1 de agosto de 2021

La otra Europa – entre la soberanía nacional y los ucases de Bruselas


Leo en un resumen de prensa de Europa oriental:  Ha comenzado la guerra fría en el corazón de Europa: entre la soberanía nacional y el Gobierno de Bruselas. Curiosamente, en la otra extremidad del Viejo Continente, en la otra Europa, el enfrentamiento entre el Gobierno del conservador húngaro Viktor Orban y las altas instancias comunitarias tiene connotaciones distintas. No se trata de demonizar una ley que prohíbe los cursos de orientación sexual en colegios y liceos, sino ¡ay! de una flagrante injerencia de los eurócratas en los asuntos de un país miembro de la Unión. 
La otra Europa. Resulta sumamente difícil para un habitante de Europa occidental imaginar que más allá de los confines orientales de la opulenta Alemania surge otro continente, distinto y desconocido: la otra Europa. Un continente integrado por los antiguos miembros del Pacto de Varsovia, la pacifica organización de defensa creada por el Kremlin en 1955 para hacer contrapeso a la Alianza Atlántica, la no menos pacífica agrupación fundada por los países occidentales en 1949.
En la década de los 80 del pasado siglo, George Bush y Mijaíl Gorbachov optaron por una redistribución del poder. La URSS renunció, al menos aparentemente, a su vocación de líder del campo marxista leninista; la Casa Blanca decidió poner fin a la Guerra Fría. El nuevo ordenamiento ideado por los grandes de este mundo comprendía la desaparición de los bloques militares. Rusia desmanteló su alianza militar; Norteamérica ingurgitó a los antiguos aliados del Kremlin. Los confines entre la OTAN y la Federación Rusa se trasladaron al Mar Báltico y el Mar Negro. Los otros europeos, rescatados por la Alianza Atlántica, fueron autorizados a solicitar su adhesión a las instituciones europeas. Hungría se convirtió en miembro de la UE en mayo de 2004. Empezaba un largo camino que llevó… al cisma.
En sus andanzas, los húngaros fueron acompañados por los miembros del Grupo de Visegrado - Eslovaquia, Polonia y la República Checa – un organismo que pretendía resucitar el pacto de no agresión y cooperación económica sellado en 1335 por los reyes de Hungría, Polonia y Bohemia. Huelga decir que, en este caso concreto, los signatarios – el checo Vaclav Havel, el polaco Lech Walesa y el húngaro Josef Antall – representaban las democracias modernas surgidas del Tratado de Versalles, que consagró el final de la Primera Guerra Mundial y la desaparición de los grandes imperios europeos.
El Grupo de Visegrado, creado para acelerar el proceso de integración de los países excomunistas de Europa Central en la UE, denunció en reiteradas ocasiones la postura altanera de los eurócratas de Bruselas, empeñados en aplicar a los Estados de la otra Europa una serie de medidas inadecuadas, es decir, poco conformes con la idiosincrasia de los pobladores de la región. A finales de 2016, los miembros del Grupo barajaron la posibilidad de ¡abandonar la UE! considerando que algunas políticas de normalización legislativa elaboradas por la Comisión contravenían los intereses nacionales del Grupo. Se trataba, en realidad, de defender el sacrosanto concepto de soberanía nacional, pisoteado durante décadas por los dueños del Kremlin. Si bien algunos países occidentales parecen más propensos a renunciar a parcelas de soberanía, los antiguos vasallos de Moscú no están dispuestos a transigir con los derechos de sus ciudadanos.
Polonia fue el primer país en apartarse de la ortodoxia bruselense, atentando contra la independencia del sistema judicial y tolerando la discriminación de la comunidad LGTBI+. De nada sirvieron las protestas de las instituciones comunitarias ni las sanciones económicas impuestas al Gobierno de Varsovia. En realidad, las raíces del problema son ideológicas, no económicas. Es algo que los eurócratas se niegan a reconocer.
En las últimas semanas, la batalla se trasladó a Hungría, otro país díscolo que rechaza la promoción de las llamadas alternativas sexuales en su sistema de enseñanza. ¿La orientación sexual en los colegios? Según el equipo del primer ministro conservador (léase demócrata cristiano) Viktor Orban, se trata de una apuesta de vida o muerte de quienes dirigen la UE que, sólo por el bien de las minorías sexuales, han iniciado una guerra fría en Europa central.   
La diferencia entre Hungría, que se opone a la introducción de la educación LGBTI+ en las escuelas y la Comisión estriba en la extensión del poder comunitario sobre estados soberanos. En otras palabras, la Comisión Europea quiere convertirse, según Viktor Orban, en un gobierno comunitario por encima de los Estados soberanos.
La guerra entre los políticos que defienden la identidad de sus países y los burócratas de Bruselas se ha intensificado en el último semestre.
Ahora no se trata sólo de los gays y otras minorías sexuales. De hecho, se oponen dos visiones irreconciliables: la globalista, que quiere ampliar el poder de Bruselas sobre las políticas de los Estados nacionales, y otra que quiere preservar el statu quo de la Unión y el principio fundamental de subsidiariedad. Esto significa respetar la soberanía interna de cada Estado y su derecho a decidir su propio destino.
Las trincheras excavadas en este conflicto separan gradualmente a otros países del espacio excomunista de las ideologías políticamente correctas promovidas por Bruselas, como respuesta instintiva a un tipo de política dirigista, a la que estos estados estaban acostumbrados cuando vivían bajo la tutela de la madre Rusia. Lo que el disidente ruso Vladimir Bukovski había presentido al vaticinar que la Unión Europea tendería a convertirse en una nueva URSS.  Algo que la otra Europa aborrece.