martes, 11 de septiembre de 2018

Cuando el oso ruso preocupa al dragón japonés


Afirman los analistas, excelentes intermediarios cuando la clase política prefiere no dar la cara, que el establishment nipón está preocupado por el alcance de las maniobras militares Vostok 18 (Oriente 18) que congregan en suelo siberiano a 300.000 soldados rusos, alrededor de 3.200 militares chinos y un reducido contingente del ejército de Mongolia.  Las maniobras, que los estrategas no dudan en calificar de “mayor ejercicio militar” en la historia de Rusia, finalizarán el próximo sábado.

Pero, ¿qué es lo que de verdad inquieta a los analistas, o mejor dicho, a las autoridades de Tokio?  ¿La participación en esa gigantesca simulación de enfrentamiento bélico de 297.000 efectivos rusos, 36.000 tanques, alrededor de 1.000 aviones, unos 80 navíos de guerra y un número indefinido de drones?

Los chinos, por su parte, anuncian la presencia en la región militar oriental de la Federación rusa de 3.200 soldados, 900 blindados y 30 aviones de combate. Una participación más bien simbólica, pero que reviste una gran importancia teniendo en cuenta las tensas relaciones políticas entre Moscú y Pekín en las últimas décadas.

¿Los mongoles? Ese estado-tampón entre las dos grandes potencias tiene que mentalizarse de que forma o formará parte – voluntaria o involuntariamente – de la estrategia euroasiática de los dueños del Kremlin. Este es, en realidad, en mensaje que rusos y chinos tratan de mandar a sus adversarios occidentales – Norteamérica y la Alianza Atlántica – y orientales – Japón.

Los chinos, con su habitual astucia, no dudaron en “invitar” a los norteamericanos a… participar en las maniobras. Una gentileza que podía haber molestado a los anfitriones rusos, siempre y cuando…

Es obvio que tanto los chinos como los mongoles forman parte del gigantesco proyecto euroasiático de Vladimir Putin. Siberia, escenario de las maniobras militares, es una región rica en materias primas, aunque despoblada. Los chinos, con su fama de gente trabajadora, podrían convertirse en excelentes “colonos” de Siberia. Los mongoles, poco numerosos y menos propensos a emigrar, podrían desempeñar el papel de “personal de apoyo”. 

De momento, se trata de una iniciativa en ciernes. Todo depende, claro está, de la evolución de las relaciones entre las dos superpotencias. Lo cierto es que Rusia necesita a  China como aliado; la alianza entre Moscú y Pekín podría (y debería) contrarrestar la estrategia de aislamiento del “oso ruso” ideada por los estrategas de Washington tras el desmembramiento de la Unión Soviética. La creación de BRICS, el acercamiento al régimen islámico de Teherán, el reciente coqueteo con la Turquía de Erdogan, las beneficiosas relaciones con la Canciller Ángela Merkel, forman parte de la compleja política exterior llevada a cabo por el Kremlin en las última década. Algo que irrita sobremanera al actual inquilino de la Casa Blanca, incapaz de comprender el refinamiento de la diplomacia de los zares. Qué duda cabe de que el antiguo agente de la KGB atrincherado en el Kremlin ha hecho sus deberes.

Volviendo a la “preocupación” nipona y al aparente deseo del Primer Ministro Shinzo Abe de esclarecer con las autoridades rusas el asunto de las manobras y su posible impacto para la seguridad de Japón, queda por contestar otra pregunta: ¿qué hacían el destructor de la marina imperial japonesa Makinami y el barco escuela Kashima en el mar Báltico, durante las maniobras navales de la OTAN celebradas a finales de agosto? Curiosamente, el lema del ejercicio era: Juntos seremos más fuertes. ¿Acaso piensa el dragón japonés que el oso ruso está hibernando?

martes, 4 de septiembre de 2018

Jordania no es Palestina


Soplan vientos de locura en el afligido Oriente Medio. La obsesión, nuestra obsesión, se ha convertido en auténtica pesadilla. El conflicto israelo-palestino, ese mal llamado “proceso de paz”, sigue sorprendiendo a quienes pensaban, hace ya décadas, que la crisis había tocado fondo. “Peca usted por ingenuo; se avecinan tiempos aún peores”, solían decirme, allá por la década de los 80, mis interlocutores palestinos. “Peca usted por ingenuo; aquí no puede haber una paz verdadera. No nos fiamos de los árabes, de los palestinos”. La cantinela se convirtió en mantra; el mantra, en grito de guerra…

Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, el precario equilibrio de la región mezo oriental se ha roto. Lejos quedan los intentos de su antecesor, Barack Obama, de entablar un dialogo con el Islam, de intentar un “lavado de cara” de Norteamérica en los países de religión mahometana; el choque de civilizaciones estaba servido. Trump no se molestó en seguir los pasos de Obama. Su pseudopolítica exterior se resume al insulto y la amenaza. El actual Presidente desconoce la mentalidad y la cultura árabes; se limita a apretar las tuercas de los interlocutores para lograr su meta. En efecto, después de la controvertida decisión de trasladar la embajada norteamericana a Jerusalén o la malograda retirada de Washington del acuerdo nuclear con Irán, el inquilino de la Casa Blanca contempla la posibilidad de presentar (léase imponer) un acuerdo de paz israelo-palestino. Se trata de una iniciativa que hace caso omiso de los intereses de una de las partes – la palestina – pues retoma la argumentación de los “halcones” de Tel Aviv, partidarios de trasladar el problema e implícitamente, la solución, por muy compleja que esa, al reino hachemita de Jordania.

En efecto, después de haber cancelado la contribución estadounidense a la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA), organismo encargado de la protección de 5,4 millones de personas desplazadas que, según Washington y Tel Aviv debería desaparecer, facilitando la “solución jurídica” del problema, tal y como lo desea la derecha israelí, los emisarios de Trump para Oriente Medio, Jared Kushner y Jason Greenblatt, sugirieron a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) el establecimiento de una… Confederación jordano-palestina. La propuesta, rechazada tanto por Majmud Abbas como por el rey Abdalá de Jordania, aleja del escenario a la otra parte en el conflicto: Israel. No hay que extrañarse: durante décadas, el estribillo de la derecha israelí fue: “Jordania es Palestina”. El Likud de Ariel Sharon descartaba las otras opciones: el Estado binacional o la alternativa de los dos Estados, el israelí y el palestino.

En 1987, durante los primeros días de la “Intifada”, el rey Hussein de Jordania contestó a las llamadas de emergencia de la clase política israelí con un tajante: “Jordania no es Palestina”. Para solucionar los problemas de los pobladores de Cisjordania, había que entablar el diálogo con… ¡la OLP!

Hace unos días, Majmud Abbas puntualizó: para hablar de paz, habría que contemplar una confederación tripartita, integrada por Israel, Jordania y Palestina. Algo que Netanyahu y sus “socios” transatlánticos pretenden evitar a toda costa.

Abbas, que se encuentra al final de su mandato, advierte otros peligros para el porvenir del aún embrionario Estado palestino. En el ya de por sí dificultoso proceso de sucesión vuelven a barajarse los nombres de antiguos agentes de la CIA (¿antiguos?), dispuestos a tomar las riendas de la Autoridad Nacional. En principio, todo parece estar atado y bien atado.  Decididamente, el amigo trasatlántico tiene muchos recursos.