Octubre de 1978. Las oficinas de
la censura del Ministerio de Información de Irán se habían convertido en un lugar
muy concurrido. Los periodistas extranjeros enviados a cubrir los disturbios
que precedieron la caída del Sha se amontonaban para escuchar los mensajes
dirigidos al pueblo persa por un clérigo exiliado en Francia: el ayatolá
Jomeini. Eran llamadas a la rebelión, a la lucha contra el despótico régimen
de Mohamed Reza Pahlevi, el rey de los reyes, emperador de los emperadores.
¿Las grabaciones de Jomeini?
No, no temeos copias. Pero podrán encontrarlas en el Bazar, aseguraba
Farideh, la joven interprete licenciada en filología inglesa por la Universidad
de California. ¿Mis opiniones políticas? Miren; nosotros, los expatriados,
hemos probado el néctar de la democracia…
¿Y el programa político de
Jomeini, señorita Farideh? ¿Qué opina el último punto del mensaje: la
destrucción de la entidad sionista, del Estado de Israel?
En Irán viven muchos judíos.
Pero hay poca simpatía por lo hebreo entre las clases populares, contesta
la joven traductora.
En aquella época, el Estado de Israel
contaba con una nutrida representación comercial y consular en Teherán.
Sin embargo, la mayoría de sus empleados no se dedicaba al comercio ni a las
tareas… consulares. Tras la salida del Sha y el advenimiento de la revolución
islámica, el bunker judío del centro de la capital iraní se convirtió
en… la representación oficial de Palestina.
El ayatola Ruhollah Musavi
Jomeini regresó a Irán en febrero de 1979. Había pasado varios años exiliado en
Irak y unos meses – pocos – en Francia. En enero de 1979, en plena ebullición
del país persa, el entonces presidente francés, Valery Giscard d’Estaing se
reunió en la isla de Guadalupe con su homólogo norteamericano, Jimmy Carter, al
que le informó apresuradamente: Mon cher ami, tengo un sustituto para el
Sha. Se trataba, según Giscard, de un clérigo iraní, anciano y fácilmente
manipulable. Tres semanas más tarde, el futuro líder de la revolución
islámica aterrizaba en Teherán. A su
llegada, el ayatolá daba a conocer las líneas maestras de su política, que
podrían resumirse de la siguiente manera:
· Establecimiento de la
República islámica;
· Unificación de todos los
países musulmanes;
· Creación de la tercera
potencia mundial, que congregue a los países árabes productores de petróleo;
· Utilización del “oro negro”
como arma para imponer el punto de vista del Islam en todos los problemas clave para la
Humanidad; y
· Destrucción del Estado de
Israel.
Los sucesivos gobiernos iraníes
siguieron a rajatabla el programa Jomeini.
En 2001, cuando el general Ariel
Sharon asumió el cargo de Primer Ministro de Israel, las autoridades de Tel
Aviv designaron a Teherán como principal enemigo del Estado judío en la región.
¿Pura paranoia? No, en absoluto. Había indicios para pensar que Teherán estaba
poniendo en marcha un ambicioso programa nuclear. Los temores de Sharon se
confirmaron años más tarde. Pero las sanciones económicas impuestas entre 2006
y 2010 no surtieron efecto. Con el paso del tiempo, Irán logró afianzarse como
potencia militar regional y global. Sus alianzas con los movimientos radicales
islámicos de Oriente Medio – Hezbollah, Hamas, hutíes yemenitas, agrupaciones
islamistas armadas sirias e iraquíes – lo convierte en un temible adversario de
las monarquías pro occidentales de la región y, ante todo, de la abominable
entidad sionista. Desde hace más de medio siglo, los ayatolás sueñan con
borrar a Israel del mapa; desde hace más de cinco lustros, el establishment castrense
hebreo espera una señal para acabar con las instalaciones nucleares iraníes.
Pero… hacía falta una chispa, un detonante. El ataque de la aviación israelí
contra el consulado de Irán en Damasco fue el pretexto ideal. El régimen
islámico se sentía con derecho para lanzar su operativo La Verdadera
Promesa.
No vamos a insistir sobre los
pormenores de esa espectacular operación militar, una terrorífica exhibición
que ha tenido en vilo a los Estados Mayores de numerosos ejércitos. Estiman los
estrategas que el forcejeo termino en un empate: Teherán dejó constancia de su
capacidad de combate; Israel, la de su eficaz defensa frente a los ataques
enemigos.
Al término de la pesadilla, el
actual inquilino de la Casa Blanca se precipitó en informar a los ayatolás que
los Estados Unidos no participarán en una posible (y muy probable) ofensiva
israelí contra la república islámica, mientras que al detestable amigo
Netanyahu le aseguró que el fracaso de la operación iraní suponía una victoria
de Israel y de sus aliados sobre el malvado régimen de los clérigos
chiitas.
Aprovecha la vitoria, le
recomendó Biden al Primer Ministro hebreo, recordándole, una vez más, el mantra
de las últimas horas: contención.
¿Victoria? ¿Miedo? ¿Contención? Pues bien, al menos de momento, conviene emplear el eufemismo contención.