domingo, 14 de abril de 2024

¿Contención?


Octubre de 1978. Las oficinas de la censura del Ministerio de Información de Irán se habían convertido en un lugar muy concurrido. Los periodistas extranjeros enviados a cubrir los disturbios que precedieron la caída del Sha se amontonaban para escuchar los mensajes dirigidos al pueblo persa por un clérigo exiliado en Francia: el ayatolá Jomeini. Eran llamadas a la rebelión, a la lucha contra el despótico régimen de Mohamed Reza Pahlevi, el rey de los reyes, emperador de los emperadores.

¿Las grabaciones de Jomeini? No, no temeos copias. Pero podrán encontrarlas en el Bazar, aseguraba Farideh, la joven interprete licenciada en filología inglesa por la Universidad de California. ¿Mis opiniones políticas? Miren; nosotros, los expatriados, hemos probado el néctar de la democracia…

¿Y el programa político de Jomeini, señorita Farideh? ¿Qué opina el último punto del mensaje: la destrucción de la entidad sionista, del Estado de Israel?

En Irán viven muchos judíos. Pero hay poca simpatía por lo hebreo entre las clases populares, contesta la joven traductora.

En aquella época, el Estado de Israel contaba con una nutrida representación comercial y consular en Teherán. Sin embargo, la mayoría de sus empleados no se dedicaba al comercio ni a las tareas… consulares. Tras la salida del Sha y el advenimiento de la revolución islámica, el bunker judío del centro de la capital iraní se convirtió en… la representación oficial de Palestina.

El ayatola Ruhollah Musavi Jomeini regresó a Irán en febrero de 1979. Había pasado varios años exiliado en Irak y unos meses – pocos – en Francia. En enero de 1979, en plena ebullición del país persa, el entonces presidente francés, Valery Giscard d’Estaing se reunió en la isla de Guadalupe con su homólogo norteamericano, Jimmy Carter, al que le informó apresuradamente: Mon cher ami, tengo un sustituto para el Sha. Se trataba, según Giscard, de un clérigo iraní, anciano y fácilmente manipulable. Tres semanas más tarde, el futuro líder de la revolución islámica aterrizaba en Teherán.  A su llegada, el ayatolá daba a conocer las líneas maestras de su política, que podrían resumirse de la siguiente manera:

· Establecimiento de la República islámica;

· Unificación de todos los países musulmanes;

· Creación de la tercera potencia mundial, que congregue a los países       árabes productores de petróleo;

· Utilización del “oro negro” como arma para imponer el punto de vista  del Islam en todos los problemas clave para la Humanidad; y

· Destrucción del Estado de Israel.

Los sucesivos gobiernos iraníes siguieron a rajatabla el programa Jomeini.

En 2001, cuando el general Ariel Sharon asumió el cargo de Primer Ministro de Israel, las autoridades de Tel Aviv designaron a Teherán como principal enemigo del Estado judío en la región. ¿Pura paranoia? No, en absoluto. Había indicios para pensar que Teherán estaba poniendo en marcha un ambicioso programa nuclear. Los temores de Sharon se confirmaron años más tarde. Pero las sanciones económicas impuestas entre 2006 y 2010 no surtieron efecto. Con el paso del tiempo, Irán logró afianzarse como potencia militar regional y global. Sus alianzas con los movimientos radicales islámicos de Oriente Medio – Hezbollah, Hamas, hutíes yemenitas, agrupaciones islamistas armadas sirias e iraquíes – lo convierte en un temible adversario de las monarquías pro occidentales de la región y, ante todo, de la abominable entidad sionista. Desde hace más de medio siglo, los ayatolás sueñan con borrar a Israel del mapa; desde hace más de cinco lustros, el establishment castrense hebreo espera una señal para acabar con las instalaciones nucleares iraníes. Pero… hacía falta una chispa, un detonante. El ataque de la aviación israelí contra el consulado de Irán en Damasco fue el pretexto ideal. El régimen islámico se sentía con derecho para lanzar su operativo La Verdadera Promesa.

No vamos a insistir sobre los pormenores de esa espectacular operación militar, una terrorífica exhibición que ha tenido en vilo a los Estados Mayores de numerosos ejércitos. Estiman los estrategas que el forcejeo termino en un empate: Teherán dejó constancia de su capacidad de combate; Israel, la de su eficaz defensa frente a los ataques enemigos.

Al término de la pesadilla, el actual inquilino de la Casa Blanca se precipitó en informar a los ayatolás que los Estados Unidos no participarán en una posible (y muy probable) ofensiva israelí contra la república islámica, mientras que al detestable amigo Netanyahu le aseguró que el fracaso de la operación iraní suponía una victoria de Israel y de sus aliados sobre el malvado régimen de los clérigos chiitas.

Aprovecha la vitoria, le recomendó Biden al Primer Ministro hebreo, recordándole, una vez más, el mantra de las últimas horas: contención.

¿Victoria? ¿Miedo? ¿Contención? Pues bien, al menos de momento, conviene emplear el eufemismo contención. 

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