Se veía venir… Fue esta mi primera
reacción al descubrir las horroríficas escenas de los atentados de Bruselas.
Sí, cabía esperar una reacción violenta por parte de los radicales islámicos,
de las famosas células durmientes de Al Qaeda, tras la detención en la capital
belga de Salah Abdeslam, el cerebro de la matanza de París. Se veía venir; los
servicios de inteligencia occidentales conocían los planes de los terroristas.
Sin embargo, optaron por actuar siguiendo la rajatabla las sacrosantas normas
de conducta del sistema democrático. Mas olvidando un detalle: estamos en
guerra. Una guerra larvada, un conflicto no declarado que amenaza a todos los
pobladores del Viejo Continente.
Me
preguntaba un amigo periodista cuál de los dos movimientos radicales musulmanes
– Al Qaeda o el Estado Islámico – resultaba, a mi juicio, más pernicioso para
la seguridad mundial. Mi respuesta le sorprendió: Pero si estamos hablando de
dos engendros gemelos. Tienen los mismos padres y, si te descuidas, los mismos
padrinos.
¿Los mismos padres? Conviene
recordar que Occidente tardó en denunciar la crueldad de los combatientes del
Estado Islámico, los métodos inhumanos empleados por esos nuevos defensores de
la fe. Los gobernantes del Primer Mundo empezaron a preocuparse por la suerte
de las víctimas de las huestes del Islam cuando el Estado Islámico se adueñó de
los yacimientos petrolíferos de Siria y de Irak. Por vez primera, en las
redacciones de los medios occidentales aparecieron los vocablos yazidíes,
alevíes, kurdos. Poblaciones en peligro, según las cajas de resonancia de
Washington o de Bruselas, que habían permanecido silenciosas durante los
enfrentamientos de Siria, donde la multicéfala hidra trataba de derrocar el
régimen de Bashar el Assad.
El Estado Islámico y Al Qaeda
combatían en el mismo bando. Sus valedores eran las monarquías supuestamente
pro occidentales de Qatar y Arabia Saudita, aliadas de Washington e integrantes
de la coalición internacional antiterrorista liderada por el Presidente Barack
Obama.
En ambos casos, se trata de
agrupaciones que persiguen el mismo objetivo: levantar un Califato regido por
la Sharia, la ley islámica. Algo que, de paso sea dicho, Osama Bin Laden había
conseguido en el Afganistán de los talibanes. Huelga decir que la eliminación
física del multimillonario saudí no obstaculizó el desarrollo del proyecto. Al
contrario, su muerte aceleró el proceso de radicalización.
Trato de
hacer memoria. En noviembre de 2001, la plana mayor de Al Qaeda, cercada por
las tropas de la alianza liderada por los Estados Unidos, se refugió en las
montañas del Este de Paquistán. Pocos días antes del cese de las hostilidades,
Bin Laden lanzó una advertencia a los cruzados y los judíos, es decir, a los
cristianos y los sionistas. La tempestad de los aviones no se calmará, si Alá
quiere, mientras (Estados Unidos e Inglaterra) no cesen su apoyo a los judíos
en Palestina, no levanten el embargo a Irak y no abandonen la Península
Arábiga… Si no lo hacen, la tierra se incendiará a sus pies.
Sabido es que el operativo militar
Libertad Duradera, ideado y capitaneado por los estrategas del Pentágono, no
logró acabar con la presencia de los talibánes en tierras afganas o
paquistaníes. Sin bien los aliados occidentales ganaron los combates de primera
hora, la nutrida fuerza multinacional estacionada en suelo afgano fue incapaz
de erradicar el islamismo militante. Ello se debe ante todo a que los políticos
del primer mundo no llegaron a analizar el fondo de la cuestión. Para muchos,
Al Qaeda no dejaba de ser un fenómeno aislado, un mero accidente histórico. Sin
embargo, Bin Laden había avisado: volveremos dentro de diez años.
A veces, el candor de los políticos
nos conmueve. Cabe preguntarse si sus actos obedecen a la ingenuidad, pureza,
honradez de esos personajes públicos, o bien a una mala fe disfrazada de una
delgadísima capa de buenismo. Lo cierto es que la trayectoria de esos mal
llamados gobernantes se caracteriza por el zigzagueo y el titubeo continuos,
por el deseo de complacer a seguidores y detractores. Ello genera situaciones
rocambolescas, que recuerdan los libretos del género chico.
Conviene recordar que en 1992, tras
el desmoronamiento del bloque socialista, Norteamérica y la OTAN buscaban un
enemigo. Un político español no dudó en ponerle nombre: el enemigo es el Islam.
Siguió un largo tiempo de silencio, de aparente olvido. Las guerras en tierra
del Islam no eran, no podían ni debían ser nuestras guerras. ¿Simple error de
cálculo?
Cabe
preguntarse, pues: ¿a qué se debe esta anacrónica postura de los gobernantes
del Primer Mundo? El tardío despertar de la clase política, su repentino afán
el declarar la guerra al Estado Islámico presenta malos presagios para las
relaciones con el mundo árabe-musulmán. Si bien es cierto que la mayoría de los
musulmanes no se identifica con los salvajes procedimientos de los yihadistas
del EI o la farragosa retórica de Al Qaeda, también es verdad que los
argumentos empleados por Occidente – libertad de expresión, derecho a criticar,
véase ofender al Islam – no cuentan con muchos seguidores en el mundo musulmán.
Es obvio que George W. Bush no ganó
la guerra contra el terrorismo. Lo único que logró el expresidente
norteamericano fue un incremento de la corriente anti islámica en Estados
Unidos y algunos países de Europa occidental. Un buen caldo de cultivo para la
incomprensión y el odio. Los atentados del 11-M de Madrid (2004) y/o las bombas
que estallaron durante la maratón de Boston (2013) sirvieron para alimentar la
animadversión de una opinión pública desconcertada. La matanza perpetrada en la
redacción del semanario parisino Charlie Hebdo (2014) fue la detonante para la
nueva ofensiva, esta vez, generalizada, contra el radicalismo islámico. ¿Contra
el radicalismo o contra algunos radicales?
La guerra global desencadenada por
el Presidente Bush en 2001, se cobró su infinidad de víctimas, tanto en el
mundo islámico como en Occidente. Sin hablar, claro está, de los daños
colaterales, las millones de personas sospechosas de connivencia con el enemigo
(¡islámico!), que figuran en las listas negras elaboradas por los organismos de
seguridad estadounidenses y/o europeos. Sin embargo, el ideario de Al Qaeda se
fue propagando a la casi totalidad de los países de Oriente Medio y el Magreb.
Brotes islamistas surgieron en el África subsahariana. Su presencia generó un
profundo malestar en las cancillerías occidentales. El enemigo se estaba
acercado a pasos agigantados. No es nuestro propósito analizar en estas líneas
la espectacular expansión de los movimientos islámicos en Asia y África. Este
fenómeno merece ser estudiado con mayor minuciosidad.
Letanía por una guerra anunciada.
Sí, estamos en guerra. Esto se veía venir. Las células durmientes han
despertado. Ello presagia un porvenir sombrío para el Viejo Continente. ¿Sólo
para la Vieja Europa?
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