El 10 de junio de 2000, cuando el oftalmólogo Bashar al
Assad asumió en cargo de Presidente de la República Árabe Siria, el recién
ungido monarca republicano fue acogido con vítores y gritos de Alá, Siria y Bashar, el viejo país de
los omeyas parecía encaminarse hacia una nueva etapa histórica. El rey Abdalá
de Jordania no dudó en tildar al hijo del dictador Hafez al Assad de renovador,
aperturista y amante del progreso. ¿Falsa percepción? ¿Simple manipulación de
una opinión pública occidental crédula e inocente? Huelga decir que los primeros
gestos del inexperto gobernante sirio parecían acreditar esta tesis. Pero las
primeras reformas emprendidas por el régimen de Damasco fueron a la vez tímidas
y lentas. El raís tropezaba
invariablemente con las reticencias de la vieja guardia del Partido Ba’as, poco
propensa a renunciar a sus prerrogativas. Las férreas estructuras ideadas por
el viejo dictador no facilitaban los cambios ansiados por la joven generación. Modificar
el sistema suponía romper con el pasado. Mas Bsahar al Assad fue incapaz de
llevar a cabo la titánica tarea.
Para las monarquías feudales de la región, Siria era
un país laico, que salía de los moldes de la sacrosanta ley coránica, aliado de
Moscú y de Teherán, es decir, de infieles
y… de ¡chiitas! Para Occidente, se trataba de uno de los últimos vestigios de
la colonización gala en la región, de una isla
de cultura francófona, que contaba con intelectuales de primerísima fila:
arquitectos, escritores, poetas, filósofos… Una élite cultural que, pese a las
limitaciones impuestas por el régimen totalitarista, lograba competir con la
flor nata de la intelectualidad europea.
Pero el cambio de rumbo preconizado por Basar al Assad
finalizó con la llegada de las mal llamadas primaveras
árabes. Alguien de fuera de la zona
decidió acabar con las dictaduras laicas y reemplazarlas por regímenes
islámicos moderados. A la caída del
tunecino Ben Alí le siguió la derrota del egipcio Mubarak, el repulsivo asesinato
del libio Gadafi, la guerra civil yemenita. Sin embargo, el califa de Damasco seguía en su trono.
Algo realmente imperdonable para los guionistas de las primaveras árabes. Siria
acabó convirtiéndose, pues, en el laboratorio de una guerra de guerrilla, en
escenario de enfrentamientos entre grupúsculos islámicos de toda índole,
apoyados por mecenas saudíes,
qataríes y… norteamericanos. Su objetivo prioritario: acabar con Bashar al
Assad. Su meta real: convertir al último alfil de Rusia en Oriente Medio en
baluarte de la democracia made in USA.
En cuatro años, la guerra civil siria se cobró más de
300.000 víctimas mortales. Alrededor de 2,8 millones de personas cruzaron las
fronteras, buscando refugio de los países vecinos. Pero Jordania, Líbano y
Turquía no cuentan con las infraestructuras básicas para albergarlos. Por su
parte, los países del Golfo Pérsico descartan la posibilidad de acoger a los
refugiados. Aparentemente, son… demasiado
pobres para poder integrarse en el
mundo de la opulencia edificado por el maná de los petrodólares.
Los refugiados optaron por coger el camino de Europa,
dirigiéndose hacia la prospera Alemania o la multirracial Inglaterra. ¡Qué
vienen los musulmanes! De repente, los gobernantes del Viejo Continente
descubrieron que tenían un aliado en tierras de Oriente; un gobernante que
combatía el peligro yihadista: el presidente sirio Bashar al Assad. Presidente
a secas, sin más calificativos. El mundo cambia.
Hace un par de años, cuando Barack Obama estuvo a
punto de bombardear Damasco, bastó con una llamada de atención del Presidente
Putin para que los aviones de la Fuerza Aérea se queden el tierra. Hoy en día,
Europa coquetea con la idea de sumarse a la guerra contra el yihadismo. Aparentemente,
Austria y España son los principales valedores del régimen sirio. Francia se
sumará a los bombardeos contra las posiciones del Estado Islámico; Inglaterra
no tardará en unirse al operativo bélico. La avalancha de refugiados genera,
pues, un tardío y traumático despertar.
¿A
qué se debe este cambio radical de Occidente? Tratemos de hacer memoria: hubo una época - no muy lejana - en la que
nuestros amigos los dictadores tenían
vara muy alta en las Cancillerías del primer
mundo. Una época en la que los diplomáticos del Viejo Continente trataban
muy ceremoniosamente de monsieur le
Président a los Mobutu o los Tchombe, tiranos africanos que controlaban los
yacimientos de cobalto o las minas de oro y de diamantes, en la que la modélica
democracia de Bonn se desvivía en complacer al general Strossner, oriundo
alemán convertido en dictador del Paraguay, cuando la City de Londres
actuaba de principal centro financiero de los jeques del oro negro. En aquel
entonces, las afirmaciones de los señores dictadores o los respetables tiranos
tenían el don de convertir los ríos de sangre en lingotes de oro. Luego llegó la introducción forzosa de
la democracia del mundo civilizado y, con ella, la
corrupción.
Es obvio que para hallar una solución coherente y
duradera al conflicto sirio es preciso contar con los buenos oficios de Moscú y
Teherán. Pero los iraníes advierten: no se puede contemplar un diálogo de paz sin
la participación activa de Arabia Saudita y los Estados Unidos, los países que
mueven los hilos de la contienda.
En ese contexto, cabe preguntarse: ¿a qué universo pertenece
nuestro (nuevo) amigo Bashar al Assad?
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