Al fin, el milagro se produjo: cristianos, musulmanes y
hebreos rezaron en los jardines del Vaticano por la paz, el diálogo y el final
de la violencia en Tierra Santa. Los protagonistas del acto: Shimón Peres,
presidente del Estado de Israel y Mahmúd Abbas, jefe de la Autoridad Nacional
Palestina. Promotor y director escénico del evento: el papa Francisco. Testigos
de excepción: Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla y el
franciscano Pierbattista Pizzaballa, custodio de Tierra Santa. Ni que decir
tiene que la ceremonia provocó un gran impacto mediático.
Pero no se trataba sola
y únicamente de un operativo de relaciones públicas destinado a resaltar los
éxitos del Papa o la habilidad de la diplomacia de la Santa Sede. El gesto de
Jorge Mario Bergoglio encerraba una gran dosis de simbolismo. El Papa pretendía
acercar a los familiares de las víctimas de la violencia, propiciar un
encuentro de los estadistas responsables del constante deterioro de las relaciones
israelo-palestinas, instar a las partes a hallar soluciones válidas para acabar
con el conflicto intercomunitario. ¿Una misión imposible?
La verdad es que tanto
Peres como Abbas están empeñados en ocultar los episodios más inoportunos de
sus respectivas biografías. En el caso concreto de Peres, el padre de la colonización de los
territorios ocupados, el hecho de haber potenciado, en 1974, la creación de
Kadumin, el primer asentamiento israelí de Cisjordania. Siguieron otros, muchos
más. Hoy en día, hay alrededor de 125 colonias judías en tierra palestina. Los
laboristas de Shimón Peres, que se autoproclaman pacifistas y detractores de la
ocupación, participaron sin embargo activamente en el proceso de colonización.
Peres fue, eso sí, uno
de los artífices de los Acuerdos de Oslo, negociados por el entonces número dos
de la OLP, Mahmúd Abbas (Abu Mazen). Abbas, un personaje poco carismático, que cursó
estudios de derecho en universidades árabes. Antes de ingresar en la OLP,
formaba parte del Frente Democrático para la Liberación de Palestina (FDLP). En
1994, tras la firma de los Acuerdos de Oslo y el traslado de la plana mayor de
la OLP de Túnez a Gaza, fue el único
dignatario palestino autorizado a pisar suelo israelí. De hecho, las
autoridades de Tel Aviv facilitaron su regreso a Safed, su ciudad natal, que
abandonó en 1948. Cortejado por los laboristas, anatemizado por el Likud,
Mahmúd Abbas se convirtió, tras la muerte de Arafat, en la bestia negra del establishment político israelí.
El que esto escribe se
acuerda de los tiempos en que el nombre del líder de la resistencia
nacionalista palestina se convertía, en los medios de comunicación hebreos, en el cabecilla de los terroristas. Después de los Acuerdos de Oslo, pasó a
llamarse el señor Arafat a secas, sin
título ni reconocimiento de su cargo. En los últimos años de su vida, tras el
cerco de la Mukata (sede de la Autoridad Nacional) por los blindados israelíes,
Arafat se convirtió, por obra y gracia del general Sharon, en el interlocutor irrelevante, el Bin Laden palestino.
Al asumir la
presidencia de la Autoridad Nacional, Abbas se tornó en un político débil. La maquinaria de propaganda de Tel Aviv hacía todo
lo posible para desprestigiarlo. Tras las elecciones generales de 2006, ganadas
por la agrupación islámica radical Hamas, Abbas se queda con el control de
Cisjordania. Los milicianos de Al Fatah fueron expulsados de la Franja de Gaza.
Para los israelíes, el Presidente de la ANP es un personaje poco representativo. Se convertirá en enemigo de Israel al anunciar, hace
apenas unas semanas, la reconciliación de las facciones palestinas y la
creación de un Gobierno de coalición integrado por miembros de la resistencia
islámica.
Shimón Peres y Mahmúd
Abbas invocaron, en los jardines del Vaticano, la paz entre iguales, el acercamiento entre dos pueblos condenados a
entenderse. Mas su gesto poco tiene que ver con la intransigencia del Gabinete
Netanyahu, que rechaza cualquier entendimiento con los terroristas de Hamas o con la postura no menos radical de la
agrupación religiosa islámica, poco propensa a renunciar al objetivo primordial
de su programa: la destrucción del Estado de Israel.
La terapia franciscana
sirvió, pues, para alejar durante unos instantes los demonios de la guerra.
Pero hará falta más, mucho más que un mero golpe de efecto, para alcanzar la
verdadera paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario