La violencia se ha
adueñado en las últimas horas de la capital de Ucrania, Kiev, convertida en
escenario de sangrientos enfrentamientos entre opositores pro europeos y fuerzas del orden fieles al Presidente
Víctor Yanúkovich. Mientras los observadores extranjeros se subastan las
fluctuantes estadísticas de las víctimas civiles y militares del conflicto –
decenas de muertos y miles de heridos – los politólogos tratan de diseccionar
el porqué de una pugna que podría llevar al país al borde de la guerra civil.
De hecho, los
disturbios empezaron hace tres meses, cuando el Gobierno ucranio se negó a
rubricar el acuerdo de asociación con la Unión Europea. Aparentemente, las
autoridades de Kiev pretendían llamar la atención a Bruselas sobre la necesidad
de renunciar a supuestas injerencias del Ejecutivo comunitario en los asuntos
internos de Ucrania. La UE reclamaba, en efecto, la excarcelación de la ex
Primera Ministra, Yulia Timoshenko, condenada por “abuso de autoridad”. Pero no
era esta la única exigencia de los “eurócratas”, partidarios de conducir a
Ucrania por la tan cacareada senda de las reformas
democráticas. Un ofrecimiento generoso, que chocaba sin embargo con los
intereses geoestratégicos de Rusia, el gran vecino que suele tutelar a los
gobernantes de Kiev.
Estiman los analistas políticos
que los episodios violentos de los últimos días, protagonizados por militantes
de movimientos pro europeos y facciones pro rusas son, en definitiva, el mero
reflejo la nueva guerra fría Este – Oeste, de una pugna entre Washington y
Moscú. Para los dirigentes del Kremlin, Ucrania es el Estado-tampón entre Rusia
y Occidente. Para los estrategas norteamericanos, se trata del alfil que hay
que eliminar para poder dar “jaque al rey” (Putin). Los rusos, que cuentan con la simpatía de la
mitad de la población ucrania, procuran defender sus intereses en la región
inyectando importantes cantidades de dinero – miles de millones de euros
destinados a la ayuda económica – en la economía ucrania. La oferta de la UE
es, al menos aparentemente, más generosa, pero las condiciones resultan
molestas para el esclerótico régimen de Kiev. Las exigencias de los
proeuropeístas, que representan la otra mitad de la población, son muy
concretas. Se trata de promulgar una nueva Constitución, renunciar al sistema
presidencialista actual, nombrar un nuevo Gabinete y… lograr la renuncia de Yanúkovich.
Mientras el Kremlin
quiere mantener el statu quo, Washington pretende aislar a Rusia, siguiendo el
guion elaborado a mediados de la década de los 90 del siglo pasado por unos
catedráticos de la Universidad de Yale, partidarios de una “pinza” UE – China
en los confines de Rusia. La caída del imperio soviético facilitó el avance de
Occidente hacia las fronteras de la Madre Rusia. Sin embargo, en Europa aún
quedan dos peones que hay que eliminar: Ucrania y Bielorrusia. En ambos casos,
la intervención política de los países comunitarios es indispensable. De hecho,
mientras Barack Obama reclama a los gobernantes de Kiev una política de
contención, la Canciller alemana Angela Merkel insta a sus aliados franceses la
aplicación inmediata de medidas de retorsión contra Yanúkovich. Detalle
interesante: 48 horas antes del inicio de los enfrentamientos en la Plaza de la
Independencia, la Canciller recibió en Berlín a destacados líderes de la
oposición ucrania. Y si bien no se puede hablar de una relación de causa a
efecto, conviene señalar que los primeros actos de violencia se registraron a
la mañana siguiente. Unas horas después, Frau Merkel inició su Drang nach Osten.(empuje hacia el Este)
en las instituciones comunitarias. La ofensiva diplomática germana no
sorprendió a los dirigentes rusos; hace ya más de un año que la propaganda
oficial moscovita advierte sobre los peligros del… “expansionismo
centroeuropeo”. ¿Viejos recuerdos? ¿Viejos rencores? Lo cierto es que en ese contexto, los
ucranios, todos los ucranios, se convierten en
conejitos de Indias de las
superpotencias.
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