De “grave error
histórico” calificó el Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu, la firma,
en julio de 2015, del Acuerdo Nuclear con la República Islámica de Irán. De
“mayor despropósito” de la era Trump tildaron los estadistas y políticos de
medio mundo la decisión del actual inquilino de la Casa Blanca de abandonar el
Pacto y reinstaurar las sanciones impuestas al régimen de los ayatolas. De nada
sirvieron las advertencias formuladas por el Presidente Macron y la Canciller
Merkel; Doland Trump optó por escuchar los cantos de sirena de Tel Aviv y de Riad,
unos aliados que, por motivos diametralmente opuestos, apuestan por el
hipotético final del sistema teocrático instaurado en 1979 por el ayatolá
Jomeini, líder de la revolución islámica.
Hay quien trata de
persuadirnos que la llamada “amenaza nuclear” iraní se remonta a la década de
los 70 del pasado siglo. Trato de hacer memoria. Mi primer encuentro con el
Programa nuclear de Irán se remonta a la época del Sha. De hecho, tiene sus
orígenes en el año 1957, cuando Teherán firma el primer acuerdo de cooperación
nuclear civil, patrocinado por el programa “Átomos para la Paz” de las Naciones
Unidas. El objetivo de esa iniciativa: qué todos los pueblos del Planeta tengan
libre acceso a la energía nuclear.
En 1959, el Centro de
Investigación Nuclear iraní disponía de un reactor de 5 megavatios de
fabricación estadounidense, alimentado con… ¡uranio enriquecido! Hacia mediados
de la década de los 70, el Sha contemplaba la instalación de una veintena de
plantas nucleares. El plan contaba con el visto bueno de Washington y del
Organismo Internacional de Energía Nuclear (OIEA).
En 1975, el entonces Secretario
de Estado norteamericano, Henry A. Kissinger, firmó un memorándum titulado U.S.-Iran Nuclear Co-operation, en
el que se mencionaba que la venta de equipos de energía nuclear a Irán traería
a las corporaciones estadounidenses ganancias de más de seis mil millones de dólares. Además de los
suministros de equipo técnico alemán y norteamericano, se creó un consorcio
multinacional integrado por empresas francesas, belgas, españolas y suecas,
cuya tarea consistía en facilitar financiación y tecnología nuclear a las
autoridades iraníes. Tras la revolución islámica, los suministros de material quedaron
congelados. Conviene señalar, sin embargo, que durante esa travesía del
desierto, el establishment militar israelí intentó un acercamiento científico-estratégico
a Irán. Curiosamente, la maniobra coincidió con el escándalo Irangate. ¿Simple
casualidad?
La normativa del actual acuerdo
nuclear – PIAC (Plan Integral de Acción Conjunta) - es harto conocida. El régimen de los
ayatolás, acusado de llevar a cabo un programa secreto para la fabricación de
armas atómicas, (¿qué sabían los israelíes al respecto?) se comprometió a
reducir sus reservas de uranio enriquecido de 10.000 a 300 kilos durante un período
de 15 años, a limitar el número de centrifugadoras de 19.000 a 6.000 y a
abandonar la construcción de nuevas instalaciones nucleares durante tres
lustros. El uranio enriquecido se almacenó en una sola planta. Por otra parte,
la instalación subterránea de Fordo
se convirtió en un centro de investigación dedicado sola y únicamente a la
utilización del átomo con fines pacíficos. A cambio de ello, Estados Unidos y
sus aliados procedieron al levantamiento de las sanciones económicas y
financieras decretadas contra el régimen iraní hace más de diez años.
Según los informes facilitados
recientemente por la OIEA, Irán cumplió con todas sus obligaciones. Quien no cumplió
fue el Presidente Trump. De hecho, el
actual inquilino de la Casa Blanca exigió la incorporación de varias
modificaciones de fondo al Tratado, como por ejemplo la eliminación de la
cláusula que permite reiniciar el proyecto nuclear, la limitación del programa
de misiles balísticos y la abolición de la “injerencia terrorista y
desestabilizadora” de la República Islámica en la zona, léase en los conflictos
de Siria y Yemen.
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