Quiero salir. Quiero traer a nuestras
tropas de vuelta a casa, empezar a reconstruir nuestra nación. Con esas
palabras expresó el presidente Trump su deseo de retirar el contingente
norteamericano – unos 2.000 efectivos – desplegado en Siria para combatir las
huestes del Estado Islámico.
Curiosamente,
el triunfalismo de Trump nos recordó el no menos pomposo tono del último parte
de la Guerra Civil española, dado el 1 de abril de 1939 en Burgos. En el día de hoy, cautivo y desarmado el
Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares.
LA GUERRA HA TERMINADO. Pero las
comparaciones son odiosas: Trump no es Franco. Además, la guerra de Siria aún
no ha terminado.
El Estado Islámico, principal
beneficiario del conflicto, no ha sido derrotado. Es uno de los motivos que incita a los
estrategas de Washington a cuestionar la decisión del actual inquilino de la
Casa Blanca. Al igual que lo hicieron cuando Barack Obama y Donald Trump se
decantaron por la retirada de las tropas acantonadas en Afganistán. Demasiado
pronto, demasiado peligroso, advirtieron los generales. La virulencia de los
ataques perpetrados por los talibanes no justifica un repliegue de tropas;
tampoco lo justifica la sorprendente facilidad con la cual el Estado Islámico
logra reconquistar los feudos perdidos en suelo iraquí. La retirada sería, pues,
inoportuna.
Si Trump se marcha, Norteamérica
se queda, advierten los altos mandos del Pentágono. Washington no puede
permitirse el lujo de entregar Siria a los rusos o… los iraníes, principales
contrincantes de los Estados Unidos en la zona. El mero hecho de delegar la
defensa de los intereses de Occidente en Siria a países como Arabia Saudita o
los emiratos del Golfo Pérsico resucita el fantasma del operativo militar
iraquí, el mayor fracaso estratégico del Washington en Oriente Medio.
De hecho, los propios saudíes
apuestan por la presencia militar estadounidense en la región. Sabido es que
los príncipes de Riad suelen jugar a dos barajas. Con una mano, contentan a
Occidente; con la otra, defienden (y financian) los valores del Islam radical.
El papel de gendarme de la zona resultaría sumamente incómodo, cuando no
peligroso, para la dinastía wahabí.
La hipotética retirada
norteamericana también presupone una amenaza para los gobernantes de Tel Aviv. El amigo Trump no nos traicionará, afirman
rotundamente los halcones de Benjamín Netanyahu. Sin embargo, los estrategas
hebreos recuerdan la traición a las milicias kurdas de Siria, armadas,
adiestradas y… abandonadas por Washington.
Pero los israelíes no son kurdos. Unas vez más, las comparaciones son
odiosas.
Conviene señalar, sin embargo,
que el anuncio de Donald Trump coincide en el tiempo con la celebración en
Ankara de la cumbre de los jefes de Estado de Rusia, Irán y Turquía, potencias
cuyos intereses, aparentemente divergentes, se difuminan ante la presencia de un adversario común:
Norteamérica.
Ni que decir tiene que a Moscú,
Teherán y Ankara les favorecería la posible retirada estadounidense. Los tres desean
afianzar su protagonismo en la zona, algo que Washington trató de impedir en
los cinco últimos años.
Pero este circunstancial frente común euroasiático se distingue
por la diversidad de sus intereses.
El Kremlin pretende apoyar a su incondicional
aliado Bashar al Assad, defender sus objetivos estratégicos en la región, es
decir, las bases militares de Hmainim y Tartús y aprovechar el actual teatro de
operaciones para expandir su influencia en Oriente Medio.
La República Islámica de Irán
apuesta por reforzar la presencia chita – minoritaria - en la zona. Con el beneplácito
de Damasco, los iraníes podrían tener libre acceso a Líbano, donde las milicias
chiitas de Hezbollah desempeñan – ante la gran desesperación del establishment de Tel Aviv - un importante papel político-estratégico.
Las inquietudes de Turquía se
limitan, al parecer, a los focos de resistencia kurda en suelo sirio. Tanto el
Partido de la Unión Democrática como las Unidades de Protección Popular se han
convertido en la bestia negra de las
autoridades de Ankara. Los sirios de origen kurdo cuentan (o contaban) con el
apoyo de los Estados Unidos. Algo inconcebible e imperdonable para la plana
mayor del país otomano, empeñada en doblegar a los kurdos de Turquía. Para
lograr esta meta, la minoría étnica de Siria no debe adquirir carta de
naturaleza.
Aunque la cumbre tripartita de
Ankara haya finalizado sin resultados espectaculares – el comunicado final
alude tímidamente a vuelta a la calma y
la indispensable desescalada de la
violencia – los mandatarios aprovecharon la ocasión para cargar contra sus enemigos.
El iraní Hassan Rouhaní criticó la política de Washington y la injerencia sionista en Siria. También recomendó la celebración de elecciones
generales, así como la retirada de las tropas turcas de la región kurda de
Afrin, conquistada recientemente por el ejército de Ankara.
El presidente turco, Recep Tayyip
Erdogan, hizo a su vez hincapié en la necesidad de garantizar la unidad
territorial de la vecina Siria siempre y cuando los factores externos (léase, Estados Unidos) retiren su apoyo a las
milicias kurdas.
Por su parte, Vladimir Putin
abandonó el escenario de la cumbre frotándose las manos. Aseguró a los iraníes
del apoyo de Moscú en la pugna con Washington sobre el controvertido programa
nuclear persa y logró fijar fecha para la entrega de misiles S 400 a Turquía. Por
si fuera poco, las autoridades de Ankara anunciaron la puesta en marcha de un
proyecto por valor de 20.000 millones de dólares para la edificación de la
primera central nuclear turca en la región de Mersin. La tecnología será suministrada
por el gigante ruso Rosatom, lo que provocó, obviamente, la ira de Washington y
poco veladas reticencias por parte de la OTAN.
Pero volvamos al rompecabezas
sirio. Si prevalece la opción retirada
que contempla Donald Trump, los estrategas sospechan que el vacío favorecerá
los planes de Moscú y ¡del Estado Islámico! Sin embargo, si la presencia militar
estadounidense se perpetúa, resultará
muy difícil renunciar al statu quo actual.
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