sábado, 18 de noviembre de 2017

Kurdistán, Drusistán y otras entelequias independentistas


Con la (aún hipotética) victoria de la coalición internacional liderada por los Estados Unidos y por Rusia sobre las hordas del Estado Islámico, se abren nuevas perspectivas para la inestabilidad en Oriente Medio. Sí, la palabra es “inestabilidad”, puesto que al término de la ofensiva contra los yihadistas, las principales potencias regionales – Arabia Saudita, Irán, Israel y Turquía – volverán a rediseñar, cada cual a su manera, el futuro mapa del mal llamado Gran Oriente Medio. Se trata, recordémoslo, de un extravagante proyecto ideado en 2003 por los estrategas de la Administración Bush, deseosos de cambiar la faz del mundo, basándose en mapas de colores que representaban etnias, creencias religiosas, recursos energéticos o yacimientos de minerales estratégicos. 

Poco tenían que ver aquellos bosquejos con las fronteras del mundo actual, con la no menos arbitraria distribución de las esferas de influencia del acuerdo Sykes-Picot, elaborado en los albores del siglo XX por funcionarios de los dos grandes imperios coloniales: Inglaterra y Francia. Pero a George W. Bush no le gustaba la división territorial de Oriente Medio. A sus sucesores, tampoco. Sin embargo, la irrupción del Estado Islámico en la palestra de la política internacional obstaculizó los proyectos reformadores de Washington. Sin embargo, la situación experimentó un vuelco espectacular en mayo, tras el viaje de Donald Trump a Riad y Tel Aviv. 

La gira del primer mandatario estadounidense sirvió para resucitar los fantasmas de una peligrosa apuesta geopolítica: el enfrentamiento entre las dos grandes corrientes del Islam – los chiitas y los suníes – así como la modificación de las actuales fronteras, basada en el resurgir de entelequias independentistas. 

Los protagonistas de este incendiario juego son Arabia Saudita e Irán, potencias petroleras enfrentadas desde hace más de medio siglo, países ambos con sistemas de gobierno autoritarios, que prefieren librar combate fuera de sus confines. En apoyo de Irán a la minoría hutí de Yemen, etnia zaidí chiita, provocó la ira de la monarquía de Riad. En marzo de 2015, la aviación saudí bombardeó las unidades rebeldes hutíes, desencadenando una guerra en la vecina Yemen. Teherán no tardó en enviar a sus correligionarios yemenitas armas y consejeros militares. Las tropas saudíes fueron incapaces de contrarrestar la ofensiva rebelde. Una primera derrota para el joven e inexperto ministro de Defensa de Riad, Mohamed bin Salman, hijo del monarca wahabita y… ¡heredero de la Corona! El príncipe no dudó en plantar cara a los ayatolás, decretando el aislamiento político y el embargo económico al emirato de Qatar, principal aliado de Teherán en el Golfo Pérsico. Mas la medida no surtió efecto. Otras potencias regionales se apresuraron en socorrer a los qataríes. Es el caso de Turquía, que cuenta con imponentes instalaciones militares en el emirato. El contingente otomano está acantonado a escasos kilómetros de la frontera con… Arabia Saudita. 

Pero hay más: las estratagemas de Riad y Teherán chocaron frontalmente en la guerra civil de Siria, donde ambas potencias apoyaban milicias rivales. Hace apenas unas semanas, el príncipe Bin Salman insinuó que el creciente protagonismo del movimiento chiita libanés Hezbollah, apoyado por Irán, podría desencadenar una… respuesta bélica saudí. Conviene recordar, sin embargo, que Hezbollah forma parte de la coalición gubernamental que rige los destinos de Líbano. 

Aparentemente, la reacción intempestiva del titular de Defensa saudí se debe tanto a la inestabilidad política del país de los cedros, generada – según los analistas – por complejos intereses políticos y económicos de los distintos clanes saudíes, como por el recrudecimiento de los operativos militares de Hezbollah en la frontera con Israel. Curiosamente, a los gobernantes de Riad no les interesa el debilitamiento de la llamada “entidad sionista”, fiel aliada en el combate contra el Gran Satán iraní. ¿Disparates? No, en absoluto; el establishment israelí lleva años exigiendo la adopción de medidas contundentes contra la “amenaza nuclear” iraní. De hecho, tanto el general Ariel Sharon como el actual Primer Ministro, Benjamín Netanyahu, abogaron en pro de la destrucción pura y simple de las centrales atómicas persas. Pero los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca frenaron los belicosos impulsos de Tel Aviv.

Nada es sencillo en esta singular partida de ajedrez, en este exasperado intento de crear o adueñarse de zonas de influencia. En los últimos meses, los israelíes registraron dos sonados fracasos políticos. El primero, al apoyar en solitario el referéndum independentista celebrado en el Kurdistán iraquí; el segundo, al tratar de crear una entidad autónoma drusa en Siria. Este proyecto, potenciado por el servicio de inteligencia hebreo e implementado también en solitario por Zineddín Jaldún, un oficial del ejército sirio, contó con el “apoyo” de… ¡una docena de combatientes!

Crear y controlar zonas de influencia. La mayoría de los actores regionales conocen las reglas del juego, aprendidas durante las década de los 90 en la guerra de Bosnia. Allí, las misiones de los Estados islámicos se repartieron los papeles. Los iraníes llevaban armas; los saudíes, instructores coránicos, que se dedicaban al adoctrinamiento de la población musulmana; los turcos, expertos militares y los jordanos… ayuda humanitaria. 

Obviamente, resultará un tanto difícil transponer esa experiencia sin correcciones o modificaciones a las arenas movedizas de Oriente. Como se ha podido comprobar, los gendarmes de la región no descartan el recurso a la fuerza. El camino hacia la paz y la concordia está sembrado de… futuros desafíos bélicos. 

Bienvenido a la geopolítica del caos, estimado lector.   

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