En la última década del siglo
pasado causó un gran revuelo la publicación del ensayo El fin de la Historia y el último hombre del politólogo estadounidense
Francis Fukuyama. ¿El fin de la historia? La tesis defendida por Fukuyama en
1992 parecía relativamente sencilla: al finalizar la Guerra Fría, es decir, en
enfrentamiento ideológico Este-Oeste, la Historia se había acabado. La única
opción viable para el mundo, para el conjunto de las naciones de la Tierra, era
la democracia liberal, sistema socio-político
que se sustentaba en tres pilares: la economía
de mercado, la gobernanza democrática y el imperio del derecho. Una receta
única, basada en un pensamiento único.
Fukuyama aludía al pensamiento
hegeliano al afirmar que el fin de la historia significaría el fin de
las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus
necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus
vidas en ese tipo de batallas.
¿Un mundo sin guerras, sin enemigos, sin abusos, sin
corrupción? ¿Una sociedad global democrática? Aparentemente, esa perspectiva no
era del agrado del establishment político
militar que controla los destinos de la humanidad. En 1992, mientras Bosnia
estaba sumergida en una guerra étnica, inesperado conflicto entre cristianos y musulmanes
europeos, los aviones de la OTAN bombardeaban Serbia, uno de los últimos
reductos del mal llamado socialismo
científico. El ensayo de Fukuyama se publicó unas semanas antes de la
revelación del prestigioso rotativo Washington
Post, que profetizaba la aparición de otro temible enemigo potencial: el
Islam. Cabe suponer que la predicción no nació en la redacción del diario, sino
el algún despacho oficial de la capital estadounidense. La democracia liberal tenía, pues, un enemigo: el mahometismo. Mas la
clase política occidental se apresuró en corregir el error. El verdadero
enemigo no era el Islam, sino los… islamistas radicales. Algunos amigos que
profesaban la religión fundada por Mahoma insistieron en cambiar el nombre: hablen de musulmanes radicales, no de
islamistas; asimilar a la Casa del Islam a las acciones de unos pocos es una
ofensa… Pero, ¿quiénes eran esos
musulmanes radicales? Lo comprendimos, Occidente lo comprendió el 11 de
septiembre de 2001. Exactamente nueve años después de la publicación del premonitorio
artículo del Washington Post y… del libro de Francis Fukuyama.
Lo que sucedió después en harto conocido: Afganistán, Irak,
las primaveras árabes, la guerra
civil de Siria, Yemen, la caída de algunos dictadores (Gadafi, Mubarak)… el advenimiento
del caos. Los Bush, Clinton y Obama trataron de reconducir la situación. Sin
éxito; todos los intentos de aparente modernización del mundo árabe fracasaron.
La Historia seguía su curso, fragmentada en… cuentos sin fin.
Francis Fukuyama volvió a aparecer hace unas semanas en una
república caucásica exsoviética, en un foro patrocinado por entes públicos estadounidenses.
Esta vez, el mensaje del antiguo neo-con distaba mucho de la profecía de 1992.
No, el fin de la Historia aún no había llegado. Habrá que esperar la
desaparición de dos grandes obstáculos: el putinismo
y el islamismo. Dos enemigos que, al menos aparentemente, poco tienen en
común. El radicalismo islámico, creado o fomentado por las fuerzas ocultas del aparato estadounidense, con apoyo saudí,
qatarí, etc. ha llevado a la creación del siniestro Estado Islámico. Para
Fukuyama, los militantes del EI son un
puñado de jóvenes sin novias y sin trabajo. Se acabó el fin de la Historia;
empiezan los cuentos sin fin.
El putinismo, la nueva e inesperada amenaza, nació de un simple error
de cálculo de los politólogos de la Universidad de Yale, quienes habían
sugerido, también en 1992, que tras la caída del sistema soviético y la
desintegración de la antigua URSS, el Kremlin acabaría arrodillándose ante la
presión de Occidente. Contaban los analistas estadounidenses con una pinza OTAN – China. Obviamente, tomaban sus deseos por realidades.
Si bien es cierto que las promesas
de Mijaíl Gorbachov sobre la transición rápida hacia la democracia liberal,
léase la economía de mercado, parecían materializarse durante el mandato de
Boris Yeltsin, la llegada al poder de Vladimir Putin coincidió con la
introducción progresiva de un sistema autoritario.
Nos equivocamos en
1991 al creer que la transición será rápida, afirma Fukuyama, recordando sin
embargo que la democracia liberal tardó
más de un siglo en arraigarse en los países de Europa Occidental. Y añade:
habrá islamismo y putinismo para
rato.
En resumidas cuentas: prepárense para
el sinfín de cuentos.
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