Durante mis primeros viajes a Gaza,
descubrí que la vieja y descuidada carretera principal que atraviesa la Franja
servía de frontera natural entre dos mundos: la miseria de los refugiados,
hacinados en los campamentos situados en la orilla del mar y la opulencia de
las mansiones señoriales, edificadas del otro lado de la vieja vía de tránsito,
entre naranjales y magníficos jardines de estilo californiano. De un lado, la
pobreza; del otro, la ostentación de los automóviles de superlujo pertenecientes
a los señores de la Franja, adinerados terratenientes que solían pasar la mitad
de su vida en palacetes londinenses o residencias de ensueño de la Costa Azul.
Dos mundos separados, tales compartimentos estancos que llevaban existencias
paralelas en ese exiguo espacio – unos 150 kilómetros cuadrados – que los
cooperantes nórdicos no dudaron en llamar el
bantustán Gaza.
Sí, aquel territorio cercado por
alambradas cuidadosamente colocadas por vecinos israelíes y egipcios, aquél
claustrofóbico hervidero de gente humilde y de religiosos exaltados parecía un
enorme campo de concentración. Gaza fue, tiempos ha, tierra de iluminados y profetas,
cantera de radicales islámicos, generadora de pobreza e inestabilidad. Para el
mítico David Ben Gurion, primer ministro de Israel durante la primera ocupación
militar de la Franja, Gaza era una “bomba de relojería” que había que esquivar.
Cinco décadas después, otro jefe de Gobierno israelí, Ariel Sharon, ordenó la
retirada de las tropas y la repatriación de los colonos judíos afincados en la
Franja. Su permanencia resultaba demasiado onerosa para las arcas del Estado de
Israel.
Pero el bantustán se había radicalizado. Tras las elecciones palestinas de
2006, el Movimiento de Resistencia Islámica (HAMAS) logró expulsar de la Franja
a los representantes de la OLP. Un año más tarde, los militantes islámicos
cogían las riendas del poder, convirtiendo el territorio en un mundo aparte. El desafortunado experimento islamista parecía
haber llegado a su fin hace apenas unos meses, tras la inesperada y
espectacular reconciliación entre HAMAS y la OLP, cuando ambas facciones
acordaron la creación de un Gobierno de Unidad Nacional. Buenas noticias para
la calle palestina; sombríos presagios para el Gobierno conservador de Tel
Aviv, liderado por el inflexible Benjamín Netanyahu, dinamitero de los Acuerdos
de Oslo y adversario de la convivencia con los palestinos. Lo que siguió
después es harto conocido.
Los 33 días del operativo militar
bautizado pomposamente Margen Protector (los
estrategas israelíes no carecen de imaginación a la hora de buscar eufemismos),
la incursión arroja el siguiente saldo: alrededor de 2.000 víctimas mortales en
el bando palestino, en su gran mayoría, civiles y 67 bajas israelíes. Según la
ONG británica OXFAM, los daños materiales podrían resumirse de la siguiente
manera: 10.000 viviendas destruidas, 12 hospitales, 141 colegios y 6 refugios
de las Naciones Unidas afectados por los bombardeos, destrucción total de la
gran mezquita de Gaza y daños irreparables de la única central eléctrica de la
Franja. La reconstrucción - total o parcial – del territorio requerirá varios
miles de millones de dólares. Un excelente negocio para las mal llamadas agencias de desarrollo del primer mundo,
especializadas en llevar las buenas palabras de países que participaron, a
través de sus industrias armamentistas, a la devastación de la zona.
Aunque los estrategas de Tel Aviv
estiman que la ofensiva Margen Protector
cumplió su objetivo – la destrucción total de los túneles subterráneos
utilizados por HAMAS para el transporte y lanzamiento de misiles o la
penetración de comandos de guerrilleros en suelo israelí - los radicales
islámicos no se dan por vencidos.
Es cierto que el discurso de HAMAS ha
cambiado durante las negociaciones indirectas de El Cairo, pero ello no
significa que la agrupación religiosa haya renunciado a su objetivo: la lucha
sin cuartel contra el ente sionista. Aprovechando la última tregua, israelíes y
palestinos tratan de redactar el borrador de un posible acuerdo, que incluye
una serie de concesiones mutuas. Aparentemente, la parte israelí estaría
dispuesta a ampliar la zona de pesca de Gaza de 3 a 12 millas, aumentar el
número de permisos para la salida de Gaza y autorizar la transferencia de
fondos destinados al pago de los salarios de los funcionarios públicos
gazatíes. Hasta ahora, los pagos se efectuaban a través de instituciones financieras
qataríes. A su vez, HAMAS se comprometería a readmitir a la guardia del
Presidente de la ANP en la frontera con Egipto, la supervisión de los trabajos
de reconstrucción por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), así como un mayor
protagonismo del Presidente Abbas en la
toma de decisiones relativas al porvenir de la Franja.
A cambio, Israel exige la
desmilitarización (léase desarme) total de las facciones armadas que operan en
la Franja – HAMAS, Jihad islámica, Brigadas de Ezzedin al Kassem, el cese total
de los lanzamiento de misiles y la destrucción de los túneles utilizados por la
resistencia islámica.
Los palestinos reclaman la
(re)construcción de un aeropuerto y la reapertura del puerto de Gaza. Exigencia
estas que parecen quedar relegadas, como de costumbre, a las calendas griegas… Lo que sí es cierto es que después de 33 días
de guerra no declarada los tiempos del bantustán
Gaza no volverán. Pero tampoco volverá aquél candoroso flirteo entre
israelíes y palestinos que presenciamos tras la firma de los Acuerdos de Oslo.
Esta vez, las heridas son demasiado profundas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario