En febrero de 2008,
cuando el parlamento kosovar aprobó unilateralmente la separación del
territorio de la República de Serbia, las potencias occidentales – Estados
Unidos y la Unión Europea – aplaudieron la iniciativa, haciendo hincapié en la
lucha de la etnia albanokosovar por su derecho a la autodeterminación. Más aún:
el Presidente Bush manifestó en aquél entonces que la solución del estatus de
Kosovo garantizaría la estabilidad en los Balcanes. Poco tardaron las altas
instancias de la Unión Europea en sacarse de la manga una declaración
institucional, calificando la independencia como un caso único, e invitando a los países comunitarios a decidir según sus prácticas
nacionales y su normativa jurídica,
sobre la extraña declaración de independencia. Huelga decir que la mayor parte de los Estados
comunitarios optó por reconocer al territorio secesionista. Sin embargo, las
autoridades de Chipre, Grecia, España y Rumanía
se mostraron reacias: sus respectivos países contaban con movimientos
separatistas dispuestos a emular a los kosovares.
Conviene recordar que
antes de la secesión la etnia albanesa representaba el 90 por ciento de la
población kosovar. Conmovidos, al menos aparentemente, por los horrores de la limpieza étnica practicada por la
mayoría serbia, los Estados Unidos y la Unión Europea optaron por reconocer a
la recién creada República de Kosovo. Mas para no infringir la compleja
normativa jurídica, las Naciones Unidas trasladaron el conflicto al Tribunal
Internacional de Justicia de La Haya, cuyos miembros llegaron a la conclusión de
que la declaración de independencia no violaba el derecho internacional. Los
secesionistas adquirían, pues, cartas de naturaleza en el concierto de las
naciones libres y… democráticas.
Al escribir esas líneas
apenas unas horas antes de la celebración del referéndum soberanista de Crimea,
nos preguntamos si el rechazo frontal de esta iniciativa por parte Occidente no
es el mero reflejo de la política de doble rasero llevada a cabo por las
instituciones del Primer Mundo, muy
propensas a confundir sus intereses con la voluntad de los pueblos del Planeta.
En realidad, hay bastantes paralelismos entre la problemática de Crimea y la de
Kosovo. En ambos casos, nos hallamos ante el dilema de etnias dispuestas a
desembarazarse del yugo de las potencias o las instituciones foráneas. En ambos
casos, se puede alegar una reacción de legítima defensa por parte de las
comunidades directamente involucradas en el proceso independentista. Sin
embargo, es obvio que la población rosófona de Crimea no cuenta con la simpatía
del establishment político
occidental. Los intereses creados son múltiples y, muy a menudo, dispares. Pero
si en algo coinciden los gobernantes del Viejo Mundo es en el deseo de no
renunciar a ningún trocito de este más que apetecible pastel llamado Ucrania.
La desfachatez de Moscú consiste en
tratar de arropar a los hermanos de sangre de la República Autónoma de Crimea.
En comparación con los kosovares, los rusos de Sebastopol no compraron armas en
el mercado negro de Zúrich o de Viena, no negociaron su independencia con Bruselas,
no mandaron emisarios a la Casa Blanca.
¡Qué falta de delicadeza!
Para quienes conocen el
funcionamiento del sistema político post-soviético, no resulta nada difícil
imaginar los resultados de la consulta soberanista que se celebrará este fin de
semana. ¿Y las consecuencias? Es probable que los habitantes de Crimea vuelvan
a ser, algunos tal vez a regañadientes, ciudadanos de la Madre Rusia.
Curiosamente, Occidente
llegó a la conclusión de que la posible aplicación de las tan cacareadas
sanciones contra Rusia podría convertirse en un arma de doble filo. De hecho,
los países occidentales tienen más que perder caso que los gobernantes
moscovitas. En ese contexto, no hay que extrañarse que el propio Secretario de
Estado John Kerry señale ante los miembros de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos que un (hipotético)
aislamiento de Rusia implicaría la congelación de una serie de iniciativas
diplomáticas como en el proceso negociador con Irán, la guerra civil de Siria,
o la situación en Afganistán, cuya solución no depende sólo de Washington o de Bruselas,
sino también de la implicación inequívoca de Moscú. Quienes ansiaban hace
apenas unos días la vuelta a la política
de la cañonera, a las conquistas imperiales de los marines en Centroamérica, tratan
de moderar el lenguaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario