“No hay que
preocuparse; la democracia turca sale ganando. Las sentencias dictadas en el
caso Ergenekon constituyen un duro golpe contra el “Estado profundo”, afirman los politólogos
occidentales que siguen muy de cerca la situación política del país otomano.
El macrojuicio contra la llamada “trama Ergenekon”, organización que supuestamente pretendía dinamitar
los cimientos del Estado turco, provocando la caída del Gobierno de corte
islamista de Recep Tayyip Erdogan, finaliza con catorce cadenas perpetuas dictadas
contra militares de alta graduación, jefes de las fuerzas de Orden público y…
periodistas. También hay cuatro condenas a más de 40 años de cárcel, dos a más
de 30, así como una decena de penas superiores a 10 años de privación de
libertad.
Durante cuatro años, la Justicia turca investigó a los 275
imputados – militares, policías, gendarmes, empresarios, abogados, escritores,
catedráticos, periodistas, personajes relacionados con los círculos mafiosos.
El sumario del juicio consta de unas 39.000 páginas, un cúmulo de acusaciones de
toda índole contra los “podres ocultos” que pretenden desestabilizar las
estructuras del Estado.
Curiosamente, la sentencia del tribunal generó un profundo
malestar en el seno de la opinión pública turca, incapaz o poco deseosa de recordar
los recientes enfrentamientos de la Plaza Taksim de Estambul, el forcejeo entre
los “indignados” procedentes de todas las capas sociales y el prepotente Primer
Ministro Erdogan.
En efecto, mientras algunos dudan de la veracidad de las
pruebas presentadas por la acusación contra los presuntos “golpistas”, los
partidos de oposición insisten en que el líder del AKP (Partido para la
Justicia y el Desarrollo) trata de aprovechar esta oportunidad para eliminar a
sus detractores. Ficticia o real, esa acusación nos recuerda el enfrentamiento
de los islamistas turcos con el estamento militar, garante, durante décadas, de
las estructuras laicas ideadas por Mustafá Kemal, Atatürk, padre del Estado
moderno.
Conviene recordar que entre las “recomendaciones” formuladas
por la Unión Europea para el proceso de adhesión de Ankara al “club cristiano”
de Bruselas, figura la eliminación de la tutela ejercida por los militares
sobre la clase política otomana. De hecho, entre 1960 y 1997, el Ejército turco
irrumpió en cuatro ocasiones en la vida política del país, suspendiendo las
garantías constitucionales.
La pugna entre los seguidores de Erdogan y las Fuerzas
Armadas dio comienzo a primeros de agosto de
2003, cuando el Parlamento, gracias a la mayoría del AKP, logró aprobar una
serie de medidas destinadas a reducir el papel protagonista del Consejo de
Seguridad Nacional (MGK) en la vida política del país. Si desde una perspectiva europea se trataba
de un paso muy importante de cara al acercamiento a la UE, numerosos políticos
y catedráticos turcos consideraban que “sería erróneo debilitar las
estructuras existentes antes de tiempo”, ya que el estamento castrense, que
cuenta con gente preparada, disciplinada y pragmática, es el único garante de
la unidad del Estado. Por otra parte, algunos
analistas estiman que los cánones europeos en materia de no injerencia del
ejército en la política son difícilmente aplicables a Turquía.
Cuarto años más tarde, en 2007, cuando las autoridades
desvelaron la existencia de la “red
Ergenekon”, los ánimos volvieron a caldearse. Sin embargo, esta vez los
europeos optaron por mantenerse al margen, alegando que se trataba de un asunto
interno turco.
Las primeras reacciones críticas se registraron a comienzos
de esta semana, tras la publicación del veredicto. Aparentemente, los
occidentales estiman que detrás del castigo infligido a los “golpistas
antiislamistas” se divisan motivaciones políticas, que la cuestión es mucho más
compleja de lo que a primera vista parece. En efecto, si Turquía quiere formar
parte de Europa, el golpe contra el “Estado profundo” era imprescindible. Pero
tampoco es aceptable en el Viejo Continente, al menos a primera vista, un
régimen islámico con todo lo que conlleva. Obviamente, Recep Tayyip Erdogan no
es Mohamed Mursi y las movilizaciones de la Plaza Taksim poco o nada tienen que
ver los recientes acontecimientos de la cairota Plaza Tahrir.
La
pregunta que se plantea es si Turquía tiene la madurez democrática suficiente
para soportar el gobierno de partidos de distinta tendencia sin la ayuda o la injerencia
directa de los militares. Pero a la vez, y gracias al juego político, no permitiendo que dichos partidos
transgrediesen las reglas del kemalismo,
de una democracia laica consolidada.
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