En el verano de 2010, cuando el
Tribunal Constitucional español publicó el fallo que declaraba
inconstitucionales 14 de los 223 artículos del Estatuto de Autonomía de
Cataluña, un afamado politólogo madrileño pronunció la entonces inexplicable frase:
nos encaminamos, forzosamente, hacia la
secesión.
Secesión fue la palabra que nadie se atrevió a pronunciar hasta el
verano de 2017. Mas cuando los políticos descubrieron
el vocablo, era demasiado tarde; el mal ya estaba hecho. El camino se había
recorrido sin pena; los secesionistas estuvieron a punto de ganar la batalla al
hipócrita silencio oficial.
¿Hacia dónde nos lleva la
hipocresía? La hipocresía de los poderes fácticos que rigen los destinos de
nuestro Planeta. Porque hay hipocresía por doquier.
Veamos un poco. Cuando Donald Trump
afirma que Rusia, China y Corea del Norte constituyen las mayores amenazas para
la prosperidad de los Estados Unidos y, de paso, del mundo occidental, nadie se
atreve a rebatir sus imperiales argumentos; unos argumentos que encuentran su
debido (o tal vez, indebido) eco en los medios de comunicación del mundo libre. Rusia representa el
sempiterno peligro nuclear; China, el gigantesco rival que cuenta con una
economía en pleno auge, con unos recursos financieros que hacen palidecer a los
banqueros de Wall Street. Oficialmente, tanto Moscú como Pekín figuran (o
figuraban) en la lista de socios
estratégicos de Washington. Pero el actual inquilino de la Casa Blanca optó
por modificar las reglas del juego; los amigos de ayer se han convertido en los
competidores de mañana…
Cuando Vladímir Putin revela, en
vísperas de las elecciones presidenciales rusas, la existencia de un invencible
y moderno arsenal bélico compuesto por los misiles Sarmat, que no pueden ser
interceptados por el Escudo Antimisiles desplegado por Washington o por el
cohete Kinjál, capaz de derribar cazabombarderos enemigos, los mismos medios de
comunicación se rebelan contra la osadía del oso ruso. Estiman que la política del Kremlin es militarista,
belicista, autoritaria y destructiva. Qué duda cabe, pues, que el Presidente
ruso es el artífice y promotor de la nueva guerra fría.
¿Guerra fría? Lo más probable es
que esta guerra, la Tercera Guerra Mundial, haya empezado el 11 de septiembre
de 2001, con los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York. En
realidad, el conflicto larvado dio comienzo en la última década del siglo XX,
cuando un ejército de iluminados mercenarios, capitaneado por el millonario
saudí Osama Bin Laden y financiado por la CIA estadounidense y su homóloga
saudí, precipitó la retirada de las tropas rusas acantonadas en Afganistán. Un
auténtico éxito estratégico. O tal vez, el mero preludio a la penetración de
elementos yihadistas en las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso, metas
ocultas del islamismo radical.
Rusia trató de defenderse. Pero cuando
el Kremlin optó por combatir la amenaza islamista en el territorio de la
antigua URSS, los políticos occidentales, que aplaudieron la victoria de Al
Qaeda en Afganistán, pusieron el grito en el cielo: el Kremlin no respeta los
derechos humanos. Fue ésta la cantinela de Washington y de Bruselas. Pero, ¿de
qué derechos estamos hablando, señores? Al Qaeda y su abominable Frankenstein,
el Estado Islámico, han dado sobradas muestras de desconocer o ignorar este
bárbaro concepto: derechos humanos.
¿Y la tan cacareada guerra fría?
La guerra larvada, ese conflicto cuyos comienzos se remontan a la década de los
90 del pasado siglo, se ha tornado en un siniestro enfrentamiento armado entre
mercenarios de Rusia, Norteamérica, Irán, Arabia Saudita y Qatar. El escenario
es Siria, uno de los pocos países cuyo régimen autoritario no claudicó ante la
ofensiva de las llamadas primaveras
árabes, proyecto que brotó en Washington durante el mandato de George W.
Bush, pero que llegó a materializarse durante la presidencia del pacifista Barack Obama.
En efecto, ante la imposibilidad
de desencadenar una nueva guerra mundial tradicional
– el potencial bélico de las dos superpotencias lo impide – los nuevos protagonistas
de la farsa llamada globalización utilizan el exiguo territorio sirio para
simular un más que desaconsejable enfrentamiento global. La geopolítica tiene
sus razones ocultas, fácilmente disimulables con las lacrimógenas imágenes de
la catástrofe humanitaria.
Mas la guerra de Siria, disimulada
durante siete años por el eufemismo conflicto
interno, no es más que un preludio;
otro preludio. El preludio de la re esclavización social e intelectual del planeta
Tierra. Una campaña que empezó en 2008, utilizando la tapadera de la… crisis
económica. Otro mero pretexto…
¿La guerra? Recuerdo los diálogos
de la Gran Ilusión, la admirable película de Jean Renoir (1937) Esta será la última guerra, mi capitán. ¿La última? ¡Vamos, hombre…!
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