Recuerdo que a comienzos
de la década de los 90 del pasado siglo, poco después de la atomización del
imperio soviético, la casa Real saudí inició un tímido acercamiento hacia
Moscú. Las gestiones diplomáticas, llevadas a cabo con suma cautela, sorprendieron
a los occidentales; para los wahabitas, Rusia había sido, durante décadas, el reino de los apostatas, algo así como el
imperio del mal norteamericano,
aunque con un tinte ideológico diametralmente opuesto. Con razón: el país de
los soviets, baluarte de la liberación
del ser humano y de la dictadura del
proletariado se había convertido en la pesadilla de los príncipes saudíes,
defensores a ultranza del sistema feudal.
Sin embargo, algo tenían
en común los dos países; el sistema autocrático de gobierno. La rivalidad
ideológica dio lugar a enfrentamientos indirectos. Arabia Saudí potenció la creación de Al Qaeda en el
Afganistán ocupado por las tropas soviéticas; Moscú jugó la baza de la laicidad
tanto en Siria como en Irak, países vecinos y enemigos del reino wahabita.
Algo más tenían en común Rusia
y Arabia Saudita: el petróleo. Los dos rivales son… los mayores productores de oro negro del planeta. ¿Contrincantes?
Hasta cierto punto: los dos enemigos estaban llamados a entenderse. A los
inevitables roces se sumaba la preocupación por el reparto de cuotas de
producción y de comercialización de los crudos. Para ello, hacía falta un
entendimiento. Así se explica la operación sonrisa protagonizada por la Casa
Real saudí tras la desintegración de la URSS.
Pero Moscú tenía otros
intereses estratégicos en Oriente Medio. Su relación privilegiada con el Irán
de los ayatolás no era del agrado de la monarquía wahabita. Los iraníes,
chiítas, encarnaban el mayor peligro para el Islam sunita, que los saudíes se
enorgullecían de liderar. Mas en este caso concreto, el contencioso no es
meramente religioso; Irán y Arabia se disputan la primacía militar en la
región. Rusia suministra misiles y aviones de combate al ejército de Teherán;
Norteamérica se vuelca en ayudar militarmente
a las fuerzas armadas saudíes. Una situación que obliga a los estrategas a
llamar la atención sobre el peligro de la carrera armamentista en la región.
La guerra de Siria ha
acentuado aún más las diferencias. El apoyo ruso al régimen de Bashar el Assad
y los ataques aéreos contra las milicias financiadas y entrenadas por los
saudíes irritan sobremanera a la Corona saudí. Sin embargo, un operativo bélico
contra Rusia queda descartado. Aun pensando en una posible alianza estratégica
con Turquía, cuya clase dirigente parece propensa a coquetear con la idea. Pero
el país otomano forma parte de la OTAN y la Alianza Atlántica no desea, al
menos de momento, un enfrentamiento directo con Moscú.
Queda, pues, la guerra
del petróleo, un conflicto en el cual ambas potencias productoras de oro negro prefieren actuar con exquisita
prudencia. De hecho, Rusia y Arabia Saudita, preocupados por el levantamiento de
sanciones impuestas hace una década a Irán, se comprometieron hace unas semanas
a congelar la producción de crudos, con el fin de mantener la cotización del
petróleo en los mercados mundiales. A veces, los peores enemigos pueden
convertirse en fieles aliados.
Pero el combate sigue.
Ante la avalancha de acusaciones – verídicas o falsas – vertidas por la
maquinaria de propaganda occidental, Rusia optó por contraatacar a los
estadounidenses buscando el talón de Aquiles de sus más que dudosos aliados. La
pasada semana, los medios de comunicación moscovitas revelaron la existencia de
un polémico informe secreto elaborado por la Comisión de Investigación de los
atentados del 11-S en el que se destaca el papel desempeñado por algunos
adinerados saudíes residentes en suelo norteamericano en la preparación de los
trágicos eventos. El documento, que resume los 80.000 informes del FBI, cuenta con 850 páginas. En una treintena de
páginas confidenciales figuran los nombres de los sospechosos, así como datos
concretos relacionados con la trama. La
CIA advirtió que la desclasificación de estos documentos podría provocar el enfado de los saudíes, quienes
amenazaron con vender 750.000 millones de dólares en activos estadounidenses si
la justicia americana da luz verde a la revelación de datos sumamente
comprometedores.
La prensa moscovita nos
deja con la duda: ¿qué oculta la aparente inquebrantable
amistad entre Washington y Riad? Conviene señalar que el príncipe Turki al
Faysal, el hombre que montó el operativo islamista en Afganistán, acabó su
carrera política como embajador del Reino de Arabia Saudí en los Estados
Unidos. ¿Simple casualidad?
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