A mediados de 1990,
pocos meses después de la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento del
imperio soviético, las dos potencias industriales de la Unión Europea –
Alemania y Francia – abogaron por la rápida integración de los países del Este
en la Unión Europea. Ante las reservas formuladas por los conocedores del
entramando económico de la zona, quienes consideraban que las estructuras
socio-políticas de la región eran incompatibles con los ideales, los usos y las
costumbres de la UE, los políticos de Bonn replicaron: es igual; más vale que estén dentro de la Unión que vagando por el
vacío creado tras la desaparición de la URSS.
El proceso de adhesión
de los antiguos miembros del COMECON fue
muy rápido; tal vez demasiado expeditivo… Las dificultades afloraron
desde el primer momento; los roces no tardaron en desembocar en verdaderos
conflictos. Las diferencias entre el Este y el Oeste fueron alimentadas, eso
sí, por un factor externo: la apuesta geopolítica de los Estados Unidos, es
decir, el interés de Washington de colocar peones en los confines con Rusia.
¿Europa? ¿De verdad nos interesa una Europa demasiado
fuerte? confesaba hace tiempo
un alto funcionario de la Administración norteamericana. Donald Trump facilitó
una respuesta contundente: NO.
Divide y reinarás; así podría resumirse la actuación del ejecutivo comunitario para con los miembros del llamado Grupo de Visegrad – Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovaquia. La Comisión Europea trata de provocar una fisura entre Hungría y Polonia, por un lado, y Chequia y Eslovaquia, por el otro.
Los eurócratas han
decidido aplicar la política del palo y
la zanahoria para con los países problemáticos Europa oriental. Mientras la
Comisión de Bruselas coquetea descaradamente
con los Gobiernos de Praga y Bratislava, cuando se trata de Varsovia o Budapest
adopta una postura diametralmente opuesta.
Según fuentes
diplomáticas occidentales, Bruselas utiliza las negociaciones sobre el futuro
presupuesto de la Unión, primer paquete financiero post Brexit, para tratar de aislar
política y económicamente a Hungría y Polonia, convertidos en Estados paria de
la Unión a raíz de su innegable deriva totalitaria. Aparentemente, la Comisión
ha advertido a los dirigentes checos y eslovacos que no convenía mantener relaciones muy estrechas con el primer
ministro húngaro, Víktor Orban, ni con el polaco Jaroslaw Kaczynski. A Orban se
le acusa de llevar a cabo una política xenófoba y, ante todo, de estar en muy
buenos términos con los dirigentes moscovitas; a Kaczynski, de haber amordazado a la Prensa y
atentado contra la independencia del sistema judicial. Para la Comisión, el mejor
antídoto contra la xenofobia y el totalitarismo sería una drástica disminución
de los fondos de cohesión asignados a los dos países. Las sanciones jurídico-políticas,
contempladas por Bruselas en diciembre del pasado año, sólo podrían aplicarse
con el hoy por hoy hipotético aval de la totalidad de los miembros de la UE.
El principal nexo de
unión entre los países del grupo de Visegrad es, actualmente, el rechazo de la
política migratoria impuesta por Bruselas. De hecho, los cuatro Estados se
niegan a aceptar las cuotas impuestas para reparto de refugiados procedentes de
Oriente Medio.
Detalle interesante: la
última reunión anual del Grupo de Visegrad, celebrada en Bratislava, ha puesto
de manifiesto los desacuerdos con la Unión Europea o, mejor dicho, con las
propuestas de los eurócratas. El jefe
de la diplomacia polaca, Jacek Czaputowicz, ha llamado la atención sobre el peligro
de conceder a la Comisión Europea más poder de integración, recordando la
advertencia del Presidente francés, Emmanuel Macron, sobre la posibilidad (y el
peligro) de imponer a la ciudadanía la
voluntad de las élites.
Otros políticos
centroeuropeos han sido más cautos a la hora de señalar que la nueva iniciativa
sobre la toma de decisiones a nivel gubernamental o intergubernamental en el seno de la Unión incrementaría,
en realidad, la influencia de las dos locomotoras
comunitarias: Alemania y Francia, provocando inevitables enfrentamientos
entre grandes y pequeños.
Huelga decir que la estrategia aislacionista de la Comisión podría convertirse en un boomerang en el caso de que los movimientos populistas de Europa Central consigan convencer a la población de que la actuación de Bruselas forma parte de una estrategia global de imposiciones aplicada a los nuevos socios de Europa oriental, como sucedió en el caso de las políticas migratorias.
Ello significa,
afirman algunos, que el Ejecutivo
comunitario no ha logrado aprender de los errores cometidos en el pasado y que
los eurócratas no han comprendido ni quieren comprender a los habitantes de
Europa Oriental. La crisis está servida.
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